Ese día, Miguel cumplía 42 años y, como era su costumbre, tenía armada una fiesta con sus amigos. Como buen fanático de la salsa, el baile y la música eran componentes importantes de la celebración, así como esas amigas que, como solía decir, “no saben decir no”. Sin embargo, una noticia inesperada y trágica le cambió los planes y, de paso, cambió la vida para siempre.
En la tarde, mientras dormía la siesta después del almuerzo, Ramón, su padre, de 83 años, sufrió un infarto y murió. No se dio cuenta, nadie se dio cuenta. Fue Teresa, su hermana mayor, que cuidaba a su anciano padre, la que lo descubrió durmiendo plácidamente en la cama. Cuando lo llamó y no reaccionó, entró en pánico y llamó una ambulancia, pero ya nada se podía hacer.
Los paramédicos, 20 minutos más tarde, confirmaron el deceso y la causa: un infarto fulminante. Cuando le sonó el teléfono, ya Miguel estaba en modo fiesta, con música a alto volumen y tomando una cerveza “para calentar”. La alegría se le fue al piso cuando escuchó a su hermana ahogada en llanto, con dificultad para articular las palabras: “se fue, Miguel, el viejo se murió”, le dijo.
Por unos segundos, Miguel pensó que era una broma de mal gusto, pero conocía bien a Teresa y sabía que ella sería incapaz de algo así, menos con su padre como protagonista. Ni bien terminó la llamada, salió despavorido, como alma que se la lleva el diablo, hacia la casa del viejo. Ramón era su devoción y Miguel era la devoción del viejo: parecían hermanos, no padre e hijo, porque eran muy unidos.
De hecho, a esa particular cercanía era que la familia atribuía la inmadurez de Miguel, que a pesar de los años seguía comportándose como un adolescente. Nunca quiso asumir responsabilidades, nunca quiso tomar las riendas de su vida, nunca quiso formalizar una relación con alguna de las novias que tuvo. Lo único que lo preocupaba era pasarla bien, divertirse, disfrutar la vida.
Y el viejo, alcahueta, siempre lo secundó, siempre lo respaldó, siempre lo defendió, siempre le brindó apoyo, especialmente económico. Ramón había estudiado ingeniería civil, pero dedicó toda su vida a la docencia, en distintas universidades. Se había jubilado con una buena mesada que le bastaba y le sobraba para sus gastos y sus gustos y, claro, para mantener a su hijo consentido.
Miguel siempre fue la oveja negra de la familia, el único que no quiso estudiar una carrera, aun cuando contaba con el apoyo de sus padres. La verdad fue que el viejo lo crio a su imagen y semejanza y lo llevó por un camino equivocado. Jamás le negó algo al menor de sus hijos, siempre le acolitó sus caprichos y lo blindó contra las críticas: “el niño es feliz con la vida que tiene”, decía.
Por eso, con el fallecimiento de su padre a Miguel se le derrumbó la vida, literalmente. Lo invadió el pánico, porque sabía que ya no tenía quién lo defendiera y, peor, porque sabía que ahora tenía que enfrentar la vida por primera vez. A los 42 años, sin estar preparado para hacerlo, la vida le dio un golpe terrible y lo puso frente a las dificultades que había conseguido eludir en el pasado.
“¿Y ahora qué voy a hacer, qué voy a hacer?”, repetía desconsolado en la sala de velación. Ese fue el comienzo de meses muy duros para Miguel, que tras la muerte de su padre era un barco a la deriva en medio de una feroz tormenta. Padeció depresión, los médicos le diagnosticaron gastritis por los desórdenes en la alimentación y los excesos con las bebidas alcohólicas y el cigarrillo.
Por fortuna para él, Julián, uno de sus amigos de andanzas, lo arropó y lo protegió. Fue él quien lo llevó al sicólogo y le pagó la terapia que logró sacarlo a flote. “Le tocó madurar de un golpe, a las malas, y no pudo soportarlo”, fue el diagnóstico inicial del profesional. Lo que más le llamó la atención fue descubrir que, a esa edad, Miguel no sabía que quería hacer con su vida.
“Es como un niño de 10 años metido en el cuerpo de un adulto desorientado”, le dijo a la familia. Miguel siempre hizo lo que el viejo Ramón le ordenó y como no le iba mal porque tenía todo lo que deseaba, especialmente lo material, nunca se preocupó. Cada vez que Miguel se equivocó, y varias veces lo hizo feo, el viejo lo protegió, puso la cara por él. ¡Le hizo un daño muy grande!
Miguel jamás aprendió a tomar sus propias decisiones. Nunca, en ningún aspecto de la vida. Y como Ramón lo llevó por un camino de comodidad, una zona de confort plácida y segura, jamás se preocupó por pensar qué quería hacer en la vida. Lo peor era que tenía grandes talentos: era un buen dibujante, también era buen cocinero (le enseñó una de las novias) y jugador de tenis.
Pero, nunca se comprometió de verdad con nada en la vida. Nunca hizo un plan, porque su único plan era pasarla bien cada día, y se dejó llevar por los caprichos del viejo y por esas amistades que en los momentos más difíciles desaparecieron como por arte de magia. Solo Julián fue fiel y leal, por fortuna. Aunque su vida no era un modelo, ver mal a su amigo lo hizo despertar de su letargo.
De hecho, y aunque estaba casado y tenía una hija preciosa, Florencia, de 4 años, Julián se dio cuenta de que, como Miguel, estaba desperdiciando la vida. Fueron tantas las veces que habló con el sicólogo que trataba a su amigo que él mismo entendió que su vida carecía de sentido, que no tenía plan establecido, que no sabía qué quería ni para dónde iba. Y estaba a punto de perderse.
Planificadamente es el séptimo principio del Método Alfa, el sistema de reprogramación mental, de transformación, de creación de una vida feliz y abundante. Es, sin duda, uno de los más importantes, porque es el que nos dota de las herramientas y recursos necesarios para hacer que nuestra presencia en este mundo valga la pena. Sí, es el mapa que te guía por la aventura de la vida.
Fijar metas a corto, mediano y largo plazo en todas y cada una de las facetas de tu vida es crucial para aprovechar los dones y talentos que nos regala la vida, así como el conocimiento y la experiencia que acumulamos durante el recorrido. Pero, no solo se trata de avanzar, sino de medir los resultados, de saber si vamos por donde queremos o, por el contrario, tenemos que corregir el rumbo.
Los planes, en tu vida, deben incorporar los tres estados más importantes del ser humano: el físico, el intelectual y el emocional. Si descuidas alguno, tu vida se descompone. De nada te vale lo que tienes o lo que eres si no estableces un plan que te permita aprovecharlo y, sobre todo, compartirlo con otros. Vivir sin un plan que se ajuste a tus pasiones simplemente no es vivir.
Y tú, ¿tienes un plan? ¿Sabes cuáles son tus prioridades? ¿Ya identificaste los sueños que deseas cristalizar? ¿Conoces las herramientas y recursos que te dio la vida y que te hacen algo único? ¿Sabes qué debes hacer cada día para avanzar en tu propósito? ¿Ya creaste el sistema que te permita avanzar, crecer de manera consciente e intencional? Que no te ocurra lo del pobre Miguel…