A todos nos llega ese día, uno que quisiéramos que no se diera jamás. Nos llega ese día en el que tenemos que enfrentamos a nuestros miedos, a nuestros fantasmas, a nuestras creencias. Y sacudirlos, con fuerza, hasta que logremos desterrarlos de nuestra vida y poder disfrutar de la tranquilidad que anhelamos. Y, sobre todo, para saldar esa vieja deuda con un pasado que nos atormenta.
¿A qué me refiero? Durante años, a veces por toda la vida, el ser humano carga con una pesada lápida sobre la espalda. Una culpa que no se atreve a enfrentar por temor a las consecuencias, porque los impactos de esta decisión pueden estremecer los cimientos de su vida y derribarlos. Por eso, incumple la cita tantas veces como sea posible hasta que ya no haya más remedio.
Son esos sentimientos que nos generan resentimiento hacia nuestros padres. Sí, lo sé, es un tema polémico, delicado, del que nadie quiere hablar en público y en voz alta, ni siquiera en la intimidad del consultorio del terapeuta o del confesionario en la iglesia. Llega un día en la vida en el que no soportamos más y descargamos ira, frustración y dolor contra aquellos que nos dieron la vida.
Lo primero que debemos convenir es que se trata de algo de lo que nadie está exento. Como se dice popularmente, ocurre hasta en las mejores familias, en aquellas en las que la relación entre padres e hijos ha sido armónica. Se da en momentos de crisis, cuando la vida nos obliga a cuestionarnos o nos pone contra la pared, cuando nos resulta humanamente imposible controlarnos.
Lo segundo en lo que seguramente estarás de acuerdo conmigo es que nos concebimos como el resultado de quienes nos criaron, nos educaron. Por lo general, de nuestros padres, abuelos y maestros. Y sí, es verdad: ellos marcaron notoria influencia en nuestra vida y en muchas ocasiones nos señalaron el camino que debíamos seguir, una de las fuentes más comunes de infelicidad.
Lo tercero, y esto es lo que quiero que entiendas después de leer estas líneas, es que no es justo que te castigues de esa forma, que castigues a quienes te dieron la vida y te sometas a un tormento que te impide ser feliz. Estoy seguro de que cuando termines la lectura sabrás que no hay motivo para que cargues ese lastre que te provoca dolor, que te impide avanzar en la vida.
Aunque nos cueste admitirlo, todos tenemos alguna herida, quizás alguna cicatriz, producto de la relación con nuestros padres. Porque fueron muy estrictos contigo, porque no pudieron darte lo que deseabas, porque te limitaron, porque te protegieron demasiado, porque no cuidaron bien de ti, porque permanentemente te comparaban con otros. Hay mil y una razones similares a estas.
Por supuesto, más allá de la rebeldía que a veces exponemos, siempre fuimos sumisos, dóciles. “Las decisiones de papá y mamá no se cuestionan, se cumplen”, nos decían los abuelos. Y nos acostumbramos a guardar silencio, a aceptar sin protestar y al final lo único que conseguimos fue acumular resentimiento. Hasta que llegó ese día, ese bendito día (¿maldito?), el día del ¡ya no más!
Es el día en el que culpas a tus padres, a la forma en que te criaron y te educaron, de cuanto te ocurre en la vida. En especial, de lo negativo. Y recuerdas en detalle cada episodio que crees te marcó, que según tu perspectiva es motivo de que tú no cumplas tus sueños, no encuentres una pareja, no ganes el dinero que deseas, no tengas el reconocimiento que crees te mereces, en fin.
Lo más fácil sería correr al hogar de tus padres y desahogarte. Sin embargo, recordamos la frase de los abuelos: “Las decisiones de papá y mamá no se cuestionan, se cumplen”. Entonces, eliges, prefieres vivir con ese remordimiento que te carcome, que te envenena. Y como te enfrentas a un punto en el que no sabes qué hacer, lo solucionas culpando a tus padres, culpándolos en silencio.
“Nunca los voy a perdonar”, te dicen para liberarte de la culpa, para justificar tu situación. Sin embargo, ese es un grave error. ¿Sabes por qué? Porque no hay culpables, ni víctimas. Esa es una creencia limitante que nos impide ver la realidad. Y la realidad es que tus padres hicieron lo que para ellos era lo correcto en ese momento, convencidos de que era lo más conveniente para ti.
¿Por qué lo hicieron así? Porque a ellos los criaron también de esa manera. Tus padres actuaron contigo de la misma forma que sus padres actuaron con ellos. Y tú, si no eliminas esas creencias limitantes, si no reprogramas tu mente, actuarás con tus hijos de la misma manera que tus padres lo hicieron contigo y provocarás que la sucesión de dolor, tristeza y frustración se prolongue.
La verdad es que tus padres hicieron lo mejor posible, de acuerdo con su conocimiento, con su experiencia, con su sabiduría. Lo hicieron con la mejor intención del mundo y sin el menos asomo de provocarte un daño. Lo hicieron porque estaban convencidos de que no había una alternativa mejor. Lo hicieron porque siguieron lo que decía su corazón, que estaba ciego de amor por ti.
Ese resentimiento hacia nuestros padres se da porque, a pesar del paso de los años, de que nos hayamos casado y tengamos hijos, todavía dependemos emocionalmente de ellos. Hay un cordón umbilical que no hemos podido romper, un vínculo muy fuerte que nos impide vivir una vida propia. Entonces, culpamos a otros de nuestros errores, de la incapacidad de ser nosotros mismos.
Lo primero que puedes hacer para liberarte de este lastre es asumir la responsabilidad de tu vida. Aceptarla tal y como es, aceptarte tal y como eres. Darte cuenta de que, si bien la influencia de tus padres es innegable, tú tienes el poder de cambiar cuando quieras y, si aún no lo hiciste, el único responsable eres tú. El único objetivo de tus padres era enseñarte a ser una persona de bien.
Lo demás, el resto, depende de ti, de cada uno. No tienes nada que perdónales a tus padres, ni a ti tampoco. Si no estás conforme con el resultado del trabajo realizado por tus padres, enmiéndalo. Comprende que quizás para ellos fue muy dura la crianza, que quizás no estaban preparados, que no poseían el conocimiento necesario. Hicieron lo mejor con las herramientas de que disponían.
Comprender eso te ayudará a agradecer infinitamente su trabajo, su amor, su devoción por ti. Te permitirá, igualmente, ponerte en su lugar y entender que no había maldad alguna en sus actos, sino todo lo contrario. Juzgarlos, culparlos, solo servirá para agregarle un eslabón más a la cadena de dolor, tristeza y frustración, y no mereces vivir así. Y ellos no merecen que los recuerdes así.
Si logras que esas heridas del pasado cierren y cicatricen de una vez por todas, podrás apreciar el buen trabajo que tus padres hicieron contigo y, sin duda, lo agradecerás. Y si deseas cambiar algo, esa es tu responsabilidad, tu reto. Hazlo por ti, por tu bienestar, por el bienestar de los que te rodean, no por tus padres. Ellos hicieron lo mejor que podían hacer, y lo harían una y otra vez por ti.