Uno de los grandes dilemas de la humanidad a través de los siglos es aquel de encontrar la felicidad. Una tarea harto difícil si concebimos que, de hecho, no conseguimos ponernos de acuerdo en ¿qué es la felicidad? Cada uno tiene su definición, su ilusión, y por eso no es posible fijar normas, crear estándares o dictar leyes al respecto. Se trata de una construcción propia.
De hecho, una de las principales dificultades es que concebimos la felicidad como si fuera un producto más, algo que pudiéramos adquirir en el supermercado o en la farmacia y tomarlo en pastillas. Es un mensaje equivocado (¿perverso?) que nos llega a través de los medios de comunicación (¿o de consumismo?), que nos dicen que la felicidad la podemos consumir a placer.
Sin embargo, y por supuesto no puedo acreditar cifras que lo sustenten, son más los seres humanos que son infelices que aquellos que son (somos, porque yo soy feliz, afortunadamente) felices. Quizás sea porque, precisamente, no sabemos con exactitud en qué consiste esa felicidad. ¿Dinero? ¿Salud? ¿Prosperidad? ¿Sexo? ¿Relaciones? ¿Trabajo? ¿La suma de todas las anteriores?
Lo cierto es que la felicidad, que en teoría es un tema común y corriente, algo que nos compete a todos los seres humanos, en realidad es una rareza. Casi como un privilegio reservado para unos pocos. Hablamos de la felicidad, los académicos de diversas áreas del conocimiento teorizan sobre la felicidad, los escritores se inspiran y se apoyan en la felicidad, pero la verdad es que no somos felices.
Es irónico que la Organización de Naciones Unidas (ONU) estableció El Día de la Felicidad, que se celebra el 20 de marzo. Con honestidad, debo que decir que no tenía idea alguna de esta fecha y jamás la he celebrado, aunque me considero inmensamente feliz. Y, por si no lo sabías, hay un pequeño país que mide el grado de bienestar de sus habitantes no por el PIB, sino por el grado de felicidad.
Se trata de Bután, un minúsculo país perdido en la inmensidad del Himalaya, entre China (norte) y la India (sur). Está muy alto, en una de las montañas más elevadas del planeta, y en un ambiente natural privilegiado, con una encantadora biodiversidad a la que sus habitantes, menos de un millón de personas, reverencian porque la conciben como un legado de sus antepasados.
Lejos del mundanal ruido podría ser una buena definición de este país, en el que la familia real, conformada por el soberano Jigme Khesar Wangchuk, su esposa Jetsun Pema y el heredero Jigme Namgyel Wangchuk, de 3 años, han llevado por un camino distinto al del resto de seres humanos, al menos de quienes vivimos en el mundo occidental. Ese es Bután, el país de la felicidad.
Aunque según los términos a los que estamos acostumbrados Bután es un país subdesarrollado, en el que abunda la pobreza y hay un rezago de modernidad, sus habitantes son felices. Las tradiciones ancestrales se mantienen incólumes, hay un profundo respeto por la espiritualidad budista y la conservación de la naturaleza es una obsesión, la misión de cada uno de sus habitantes.
Si lo que tú deseas es un lugar para un verdadero retiro espiritual o una profunda conexión con la naturaleza, con el planeta, Bután es, sin duda, el primer destino que deberías considerar. Aunque hay latentes amenazas que se manifiestas de diversas formas, se inculca el modelo que fomenta la felicidad y hace caso omiso del consumismo, y se lucha porque las viejas costumbres no cambien.
¿Por qué traigo a colación este ejemplo? Para que entiendas que no existe una felicidad, un modelo de felicidad, sino que se trata, como lo mencioné antes, de una construcción personal. ¿Eso qué quiere decir? Que tu felicidad es distinta de la de tus padres, de la del resto de tu familia, de la de tu pareja, de la del resto de seres humanos. ¡Es TU felicidad! La que tú estableciste.
Si cantar te alegra y te libera de tensiones, eso es felicidad. Si cocinar te hace sentir útil y te relaja, eso es felicidad. Si ser voluntario en una comuna de bajos recursos te hace sentir pleno, eso es felicidad. Si cuidar tus nietos te reconforta y te rejuvenece el espíritu, eso es felicidad. Si amas jugar al golf con los amigos el fin de semana, eso es felicidad. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Según Steven Pinker, reconocido sicólogo experimental, filósofo y escritor canadiense, “la felicidad tiene dos caras: una experiencial o emocional y una cara evaluativa o cognitiva. El componente experiencial consiste en un equilibrio entre las emociones positivas como el júbilo, la alegría, el orgullo y el placer, y las emociones negativas como la preocupación, la ira y la tristeza”.
El teórico asegura que “a nivel individual nos sentimos más felices cuando estamos sanos, cómodos, seguros, abastecidos, socialmente conectados, sexualmente activos y amados”. Y cierra con una idea contundente: “vivimos en el mejor de los mundos posibles”. Sin embargo, reitero, la gran mayoría de los seres humanos no sabe qué es felicidad, no la experimenta, no la disfruta.
Mientras, el neurocientífico argentino Facundo Manes, adepto a la definición de felicidad de Pinker, asegura que “las relaciones sociales son determinantes para la felicidad, tanto como ser generoso y solidario. La comunidad se construye con la idea de alcanzar una meta irrenunciable: el bienestar general, que suele ser directamente proporcional a la felicidad de cada cual”.
En similar sentido, la sicóloga española María Rosa Faes expresa que “el entorno es decisivo. Necesitamos zonas verdes, vínculos vecinales, implicación en nuestros barrios y más tiempo de ocio. Todo ello rebajaría los índices de estrés a los que nos vemos sometidos y que menoscaban nuestra felicidad”. En otras palabras, la felicidad es individual, pero está determinado por lo colectivo.
En algo en lo que coinciden los académicos es en que el individualismo del mundo moderno, incentivado por la tecnología que se ha convertido en un factor de aislamiento, es el principal obstáculo para ser felices. En vez de socializar, nos alejamos; en vez de alimentar las relaciones, nos concentramos en el ego; en vez de buscar la ayuda de otros, lidiamos a solas con miedos y resentimientos.
A mi juicio, el problema con la bendita felicidad es que la hemos querido traer a un plano consciente, terrenal, al que no pertenece, cuando en realidad la tenemos al alcance de la mano cada día de muchas formas diversas. Nos sucede como, por ejemplo, con el amor: lo buscamos fuera de nosotros, en otras personas o en objetos, cuando en realidad está dentro de nosotros.
¿Acaso no es felicidad abrazar a tu pequeño hijo? ¿O recibir la bendición de tus padres? ¿O tomarte un café y compartir un bizcocho con un amigo entrañable? ¿O ver cómo tus hijos cumplen sus sueños y alcanzan sus objetivos? ¿O comprobar que la vida cada día te da una oportunidad? ¿O sentarte a la mesa y poder disfrutar de una deliciosa comida? ¿Acaso es no es felicidad?
Aunque no pretendo involucrarme en la discusión teórica, la vida y los golpes de la vida me han enseñado que felicidad es agradecer la vida, aceptar la vida tal como es y saber gestionar los momentos difíciles sin que nos desborden.
Y algo más: estoy plenamente convencido de que reír (y hacer reír a otros) es el mejor remedio para el alma, es una dosis de felicidad en cápsulas.
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