Aquella era una de las imágenes más aterradoras que mis ojos habían visto. Me produjo pánico y me estremeció, mi cuerpo vibró de pies a cabeza y recuerdo también que por unos segundos mis manos temblaron. Era una sensación que jamás había vivido, que por fortuna jamás se repitió por y que terminó por derrumbar mi resistencia. Ahí, frente a mí, estaba el responsable de mis desdichas.
Esa mañana, como todas las mañanas de mi vida, me levanté y fui directo al baño. Hacía un poco de calor, así que fui al lavabo para refrescarme con agua fría y, cuando levanté la cabeza, vi esa imagen perturbadora. ¡Era yo! Después de mucho tiempo de negarme a aceptarlo, descubrí que no había enemigos, que la vida no confabulaba en mi contra: yo era el responsable de mis desdichas.
Me quedé sin argumentos, sin excusas, sin rivales a lo que pudiera achacarles la culpa de lo que ocurría en mi vida. Fue un duro golpe, uno de los más duros que recibí en la vida, pero puedo decirte también que fue el punto bisagra que me permitió entender que necesitaba un cambio. Uno radical, de 180 grados, uno que me permitiera reinventarme, reprogramar mi mente.
Según los empresarios y escritores John Assaraf y Murray Smith desde el día en que nacemos y hasta los 18 años una persona ha oído la frase “No, no puedes” una media de 150 000 veces. En cambio, ha escuchado “Sí, puedes” solo unas 5.000 veces. Eso supone treinta no por cada sí. Por eso, la creencia del “No puedo” es tan poderosa y de ahí también la fuerza con que nos lastima.
Por más que quieras, por más que creas que puedes, el poder del “No, no puedes” es arrollador. Termina por convencerte de que, en efecto, no puedes. Te adormece, te dice que es mejor estar en la zona de confort, allí donde tus sueños mueren de aburrimiento, que espabilar y dedicarte a trabajar para conquistarlos, para hacerlos realidad. Es un terrible efecto paralizante.
Más allá de que te inmoviliza, ese “No, no puedes” acaba con tu confianza y con tu autoestima. Te hace creer que no puedes liberarte de las relaciones tóxicas (en la familia, en el trabajo), te convence de que está bien que tu pareja te traicione, te mete la idea de que debes tolerar el maltrato y el irrespeto de otros. El mensaje es claro: no puedes hacer nada por evitarlo.
Cada “No, no puedes” que escuchas martilla en tu mente y se convierte en un velo que te impide ver la realidad, que te impide ver cuán valioso eres. Es más fácil vivir convencido de que no puedes que despertar y trabajar por desarrollar tus habilidades, por aprovechar tus talentos, por avanzar en pos de tus sueños. Es más fácil dejar aceptar tu suerte y dejar que te lleve la corriente.
Durante mucho tiempo, en mi vida los poderosos “No, no puedes” llovían por doquier. Aunque ofrecía una débil resistencia, al final caía vencido y convencido. Era fruto de las creencias limitantes con la que fue programada mi mente, la razón por la cual durante mi adolescencia y juventud me dediqué a replicar el libreto de vida de mis antepasados: fracasar una y otra vez.
De tanto equivocarme, de tanto fallar en el intento, me convencí de que no podía. Lo peor es que había renunciado a mi mejor arma para combatir esa dura realidad: la autoestima. Como nada me salía bien, la retroalimentación que recibía eran críticas ácidas, dañinas, destructivas. Y actuaba en concordancia: mi mente y mi corazón eran fuente de rencor, resentimiento, dolor e infelicidad.
Culpaba a todo, los culpaba a todos, porque era la única estrategia que me permitía un respiro. Mis desdichas, decía, eran responsabilidad de mis padres por la crianza de me dieron; de mis maestros, por lo que me enseñaron en la escuela; del entorno en el que vivía, porque me impulsaba a repetir la historia. Era mi vida, pero nada, absolutamente nada dependía de mí.
Eso pensaba. Hasta aquella mañana en la que vi esa aterradora imagen en el espejo. Fue algo doloroso, lo repito, pero también, liberador. Al menos ya sabía cuál era el enemigo al que debía combatir. Y cuando encontré la ayuda necesaria para comenzar a transformar mi vida, este fue uno de los primeros que atacamos: ahora tenía que convencer de que sí era capaz. ¡Sí puedo!
Me enseñaron a pensar y a actuar de forma independiente, de acuerdo con mis principios y valores, con mis deseos, con mis sueños. Me convencí de que si conseguía reprogramar mi mente estaba en capacidad de vivir a mi ritmo y, lo mejor, de cumplir cualquier sueño, de llevar a cabo con éxito cualquier proyecto que me propusiera. Descubrí que lo tenía todo para ser feliz y abundante.
Dejé de preocuparme por lo que otros decían de mí y me prometí solo tener oídos para escuchar las críticas constructivas, bien intencionadas, aquellas destinadas a brindarme información que me permitiera ser mejor cada día. Elegí mirar para otro lado cuando veo algo tóxico, cuando detecto maldad, cuando percibo que hay envidia. Le quité el poder a aquello que me hacía daño, tanto daño.
No solo estoy predispuesto a la acción, a atraer lo que quiero en mi vida, sino que gracias a que fortalecí mi autoestima, a que la blindé, estoy en capacidad de asumir riesgos, de aceptar los desafíos que me presenta la vida para darme la posibilidad de crecer como persona. Procuro repeler los pensamientos negativos y destructivos, que son fuente de ansiedad y depresión.
Después de muchos años de vivir en una plácida, pero dañina zona de confort, ahora habito en una zona de aprendizaje permanente. Cambié mi programación mental, cambié mis pensamientos y adopté los positivos, y cambió mi realidad. Transformé mi vida y me di cuenta de cuán afortunado soy, de las diversas manifestaciones de las bendiciones que llegan a mi vida cada día.
Cada mañana, como todas las mañanas, me levanto y voy directo al baño. La diferencia es que ya no tengo miedo de lo que veo en el espejo. Por el contrario, veo a un hombre en crecimiento, a una persona que supo superar las dificultades, un hombre del que me siento orgulloso. Sé que se trata de un proceso y que hay mucho por corregir, por aprender, por implementar, pero ya no tengo miedo. Mi autoestima es fuerte. Ahora, el terrible “No, no puedes” ha sido reemplazado por “Quiero y puedo hacerlo”, por “Elijo lo que me hace bien”, por “Lo hago porque sé lo que valgo”. Mi autoestima es mi mejor aliada, mi fiel compañera en este viaje de reinvención, el poderoso escudero que evita que mi mente se contamine con mensajes destructivos. Y soy abundante