Estamos en el mejor momento de la humanidad. Más allá de los problemas que son innegables, de que hay mucha hambre, de que hay dolorosas desigualdades, de mucho que debemos hacer por otros y por el planeta, jamás habíamos contado con tantas herramientas y tantos recursos tan poderosos para llevar a cabo las tareas. En ese sentido, somos unos privilegiados.
La otra cara de la moneda es que estamos en el momento de más incertidumbre para la humanidad. A pesar de que contamos con herramientas y recursos que no hace mucho, tan solo hace 20 años, eran solo parte de la imaginación, vivimos agobiados.
No sabemos cómo ser felices, estamos presos del miedo, estamos en permanente conflicto contra todo y contra todos. ¡Es un caos!
Antes de continuar, hago una aclaración que me parece importante: parte de mi vida laboral está atada de la tecnología, pues hago negocios por internet. Es decir, requiero de la tecnología, me beneficio de ella.
Quizás sea esa la razón por la cual la reflexión contenida en estas líneas me cala muy hondo: es un tema en el que corro el riesgo de no ser imparcial al ciento por ciento.
Por otro lado, soy padre de dos jóvenes que están a punto de entrar a la adolescencia, esa etapa de la vida en la que se hacen maravillosos descubrimientos, pero también en la que se está expuesto a grandes riesgos. Y uno de los más graves, por las consecuencias que ya vemos, es el de que se conviertan en esclavos de la tecnología, que no desarrollen su talento y sus habilidades.
Si eres padre de familia, sé que me entiendes y que, seguramente, compartes mi preocupación. Recuerdo que en mi juventud, cuando tenía la edad que tienen mis hijos, los riesgos eran muy distintos. A nuestros padres lo que los inquietaba era que aprendiéramos a fumar o que nos animáramos a tomar alguna bebida alcohólica o que nos peleáramos con alguno de los vecinos.
Eran tiempos muy diferentes a los actuales. El universo era el barrio: allí ocurría prácticamente todo lo importante en nuestra vida. Allí estaba nuestra casa, nuestra calle, nuestra escuela, todo lo que necesitábamos. No teníamos las comodidades de ahora, pero lo teníamos todo. Éramos más libres, más autónomos, vivíamos más alegres. Éramos más ingenuos, más auténticos.
Eran tiempos en los que los objetos no eran de alguien en particular, sino de la familia. En cada casa había no más de un televisor, el diario nos lo turnábamos para leerlo o nos dividíamos las secciones y luego las intercambiábamos. La reunión familiar a la hora de la cena era una cita que no eludíamos, sino que agradecíamos porque era cuando escuchábamos a papá y aprendíamos.
Eran tiempos en los que ir a visitar a los abuelos resultaba tan emocionante como salir de vacaciones. Abrazarlos, dejar que nos acariciaran, verlos reír con nuestras ocurrencias y comer los deliciosos postres que preparaba la abuela eran sinónimo de felicidad. Igual que estar con los primos y jugar al fútbol, o correr por el prado, o escalar la montaña, o molestar a los vecinos.
Eran tiempos en los que había un encanto en enamorar a la chica que te gustaba, el encanto del miedo, el encanto del primer beso. Le escribías cartas o poemas que quizás nunca te animabas a entregárselas, pero que daban fe de tu amor.
Y sufrías lo indecible cuando, después de pensarlo una y mil veces, te atrevías a tomar el teléfono y marcar su número, a riesgo de que respondiera la mamá.
Eran tiempos en los que la televisión era en blanco y negro, en los que las familias todavía se reunían a en torno a la radio para escuchar las transmisiones. También era obligada la visita a la iglesia los domingos, para agradecer a Dios por sus generosas bendiciones. Y tus ídolos estaban no lejos de casa, sino en el barrio, en el estadio, donde le dábamos rienda suelta a nuestras pasiones.
Eran tiempos en los que adorábamos el contacto con la naturaleza: oler las flores, ir a la playa a ver el vaivén de las olas, sentarnos a observar la puesta del sol o escuchar el canto de las aves al amanecer eran actividades que nos llenaban de alegría, que regocijaban el corazón. Ir al cine o simplemente sentarnos en la vereda a conversar, reír y compartir nos hacía muy felices.
Hoy, en cambio, los niños y los jóvenes están conectados a otro tipo de experiencias. Es muy difícil que tomen un libro y lo lean, porque les parece que ese es un artefacto prehistórico, obsoleto.
No son dados tampoco a la práctica deportiva, porque para ellos la competencia que los reta es la que les ofrecen alguna consola, o los juegos que están instalados en su computador o teléfono móvil.
Salir a correr, a montar en la bicicleta, a conversar o jugar un partidillo de fútbol e imaginar que somos nuestro ídolo y no es atractivo para ellos. Ya no escuchan la radio, porque están todo el tiempo conectados al móvil, en el que están a un clic de internet o de su canal de videos preferido. Y, también, de su círculo de amigos, que ya no está a unas cuantas casi, sino quizás en otro país.
Cuando veo de lo que disponen mis hijos en estos tiempos modernos y lo comparo con lo que yo tuve en mi infancia, le doy gracias a la vida por ser tan generosa. Nada les falta, tienen cosas increíbles que nosotros ni soñábamos y desde muy pequeños adquieren una autonomía y una independencia que a nosotros nos costó sudor y sangre conquistar después de los 18 años.
Sin embargo, percibo con preocupación el mundo que los rodea. ¿Estamos educando bien a nuestros hijos? ¿Les estamos preparando para el mundo que les espera? ¿Al sobreprotegerlos les impedimos aprender de sus errores y del dolor? ¿Les enseñamos a ser responsables de sus actos?
Estas son algunas de las preguntas que, te confieso, me inquietan y me roban la tranquilidad.
Por las creencias limitantes con las que programaron nuestro cerebro, por el modelo educativo en el que fuimos criados, la visión tradicional del mundo quizás no sea la más adecuada. Los tiempos han cambiado mucho y los retos son distintos. Son grandes los peligros que acechan a nuestros hijos por doquier, en el teléfono móvil y en el mundo real. El entorno es cada vez más hostil.
Estamos en el mejor momento de la humanidad, somos unos privilegiados por poder disfrutar de las comodidades y de las oportunidades que antes solo eran parte de la ciencia ficción. Pero, a la vez, estamos en el momento de más incertidumbre para la humanidad. No sabemos cómo ser felices, estamos presos del miedo, estamos en permanente conflicto contra todo y contra todos.
La esencia de la vida, el contacto con nosotros mismos y con los demás seres de la creación, se nos escapa.
Cada día, al despertar, le pido a la vida que me dé la sabiduría para aprovechar lo bueno que me da, para hacer un uso racional de la tecnología. Y, sobre todo, para que esas comodidades no sean un obstáculo para comunicarme y conectarme con los que amo, mi razón de ser.
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar