Para muchas personas, vivir en una ciudad pequeña, en una población intermedia, es un motivo de insatisfacción. Sienten como si la vida las hubiera castigado al ponerlas en ese rincón específico del mundo. Nací y vivo en Tandil, un hermoso paraje con poco menos de 140.000 habitantes, que está rodeado por hermosas sierras y distante solo 170 kilómetros del océano Atlántico.
No es, ni mucho menos, el lugar perfecto. Hay graves problemas como el cualquier parte, hay pobreza y desigualdad social, hay carencia de educación de calidad y de oportunidades. Sin embargo, es una bella ciudad, con gente amable y trabajadora, con costumbres y tradiciones de las que nos enorgullecemos y con atractivos turísticos cargados de historia y de rica cultura.
Es uno de esos lugares en los que, todavía, se puede vivir con relativa tranquilidad. Uno en el que es posible conocer por su nombre a los vecinos, al vendedor de diarios, al panadero. Uno en el que las distancias son cortas y, gracias a eso, la calidad de vida de sus habitantes es superior a la de quienes viven en las grandes y congestionadas urbes. Uno en el que tus hijos pueden crecer libres.
A pesar de todo esto, cuando miro a mi alrededor veo mucha gente infeliz, personas que se pasan la vida quejándose y reclamando algo mejor. De hecho, si les preguntas a algunos, te responderán que desearían estar en otro lugar, en la gran ciudad. Pero, ya sabemos cuál es la suerte del provinciano en la selva de concreto: allí sus sueños son devorados por las fieras salvajes.
Hace unos días me reuní con algunos amigos de la juventud con los que no me veía hace un buen tiempo. Nos tomamos unos mates y conversamos toda la tarde, en medio de recuerdos, sonrisas y mucha camaradería. Y en el desarrollo de la conversación uno de ellos expuso un tema que llamó mi atención y que, después de reflexionarlo con mi mujer, ahora quiero compartirlo contigo.
Mi amigo hablaba sobre las dificultades que enfrentaba para lidiar con sus hijos adolescentes. “Estos chicos de ahora vienen de otro planeta”, rezongaba. Y uno de los puntos en los que hacía especial énfasis era en que los niños del siglo XXI, según él, “no quieren recibir instrucciones y no saben seguirlas”. Y se quejaba: “no sé qué va a ser de su vida si no enderezan el camino”.
El origen de ese malestar es la forma en que él fue criado. Su padre, un militar de carrera, fue un hombre muy estricto, quizás demasiado, que les inculcó a sus hijos dos conceptos básicos: uno, el valor de la jerarquía, es decir, que debes hacer justo lo que tu superior (en este caso, los padres) te ordene; el otro, que la vida carece de sentido si no se vive en procura de la perfección.
Y, por supuesto, ese es el libreto que él aplica con sus hijos. La discusión fue larga e intensa, con puntos de vista diversos. Mi amigo, como era de esperarse, no dio su brazo a torcer y dijo que, a pesar de las dificultades, seguirá aplicando ese libreto “cueste lo que cueste”. Cuando nos despedimos, me dio un poco de lástima con él, porque los problemas más serios están por venir.
¿Por qué lo digo? Porque la búsqueda del perfeccionismo es una necedad. Nadie, absolutamente nadie, es perfecto. De hecho, ni siquiera sabemos con exactitud eso qué quiere decir, porque cada uno tiene su propia definición. Además, la vida es tan corta y tan maravillosa que no vale la pena imponernos metas tan exageradas que, al final, solo se traducen en que no la podemos disfrutar.
Uno de los argumentos que le expuse a mi amigo, y que él no tomó en cuenta, es que la condición de imperfectos es, precisamente, la que le da valor al ser humano. ¿No crees que la vida sería muy aburrida si todos fuéramos perfectos? ¿Qué sentido, entonces, tendría la vida? ¿No es esa búsqueda constante por ser mejores lo que le da color, sabor y emoción a la vida?
Esa obsesiva búsqueda de la perfección es fruto de las creencias limitantes con que programaron nuestro cerebro cuando éramos niños. Nuestros padres la motivaron y la cultivaron porque con ellos hicieron lo mismo: “tienes que ser mejor que tus padres”, les decían. Y se habían impuesto la misión de hacer de nosotros “algo mejor” de lo que eran ellos: nos querían perfectos.
El problema surge, también, por esa necedad de compararnos permanentemente con otros, como si la vida fuera una competencia o un certamen de belleza. Lo que hay detrás de esto es la errada creencia de que solo el mejor es valorado y considerado, de que nuestra tarea en este mundo es la de ir superando pruebas que nos permitan destacarnos, ser visibles, ser aceptados por los demás.
¿Cómo evitar caer en esta penosa situación? Lo primero es conocerte y valorarte tal y como eres, con defectos y virtudes. Lo segundo, descubrir cuál es el propósito de tu vida y, en función de este, establecer las metas que deseas alcanzar. Que deben estar en concordancia con tus posibilidades, con lo que en realidad puedes cumplir. También, conectadas con lo que te apasiona, lo que amas.
Por ejemplo, si te gusta jugar al tenis, no necesitas ser Roger Federer o Steffi Graf para disfrutarlo. Si solo es la excusa para pasar un buen rato con los amigos y la familia y hacer deporte, eso ya es perfecto. Si uno de tus hijos muestra inclinación por el canto, no importa si no llega a ser una celebridad internacional: será perfecto si aprende valores, disciplina, si se relaciona con otros.
¿Entiendes? La perfección no es un estado específico, un lugar parecido a la meta de una prueba deportiva, con un podio para la premiación de los mejores. Una vez fijes los objetivos que vas a perseguir, diseña y pon en práctica el plan y las estrategias que te permitan alcanzarlos. En ese caso, la perfección consistirá en disfrutar el proceso, cada paso, y en el aprendizaje que adquieras.
No te enfoques en tus debilidades, tampoco en tus errores. Concéntrate, más bien, en potenciar tus virtudes, en desarrollar habilidades, en valorar esos pequeños triunfos que logras en el camino. Te darás cuenta de que la mayor satisfacción, la perfección, consiste en hacerlo lo tan bien como puedas, en dar lo máximo de ti, en ser consciente de que la próxima vez podrás hacerlo mejor.
Así, serás consciente de que, pase lo que pase, ya eres perfecto. No te guíes por las expectativas de otros y no quieras cumplir los sueños de los demás: establece tu propio libreto, haz tu propio camino y tarde o temprano te darás cuenta de que lo que consigues es justo lo que deseas. Date permiso de equivocarte, aprende del error y nunca dejes de creer en ti, de luchar por tus sueños.
Esa obsesiva búsqueda de la perfección no es más que una demostración del miedo a ser rechazados por los demás. Sácate eso de la cabeza y disfruta lo que tienes, lo que eres, como eres. Entiende que nada te falta y que tienes todo lo que necesitas para ser feliz y abundante. Esa es la razón por la cual amo Tandil, porque me lo ha dado todo y porque allí tengo la vida que deseo.
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