Cada día está más cerca el fin del año, otra vez. En el horizonte ya se vislumbran la Navidad y el Año Nuevo, fechas que para quienes practican estas tradiciones son sinónimo de felicidad. ¿De felicidad? Bueno, sí, pero también de agobio, de preocupaciones y hasta de tristeza y nostalgia. Ese es el caso de María: para ella, esta época es una carga más, mil responsabilidades más.
A estas alturas, lo sé, el cansancio es evidente. Casi diez meses a cuestas y el lastre de muchas preocupaciones, de muchas frustraciones, de muchos sueños y propósitos que no hemos podido cumplir. Esa es una sensación desagradable que nos genera un caudal de emociones que, si no somos capaces de controlar y de canalizar, puede dañarnos la celebración, puede aguar las fiestas.
Esos son, precisamente, los pensamientos que dan vueltas en la cabeza de María. Desde hace unos meses, ella tocó a mi puerta en busca de ayuda. Aunque nada material les hace falta a ella y a su familia, no tiene la vida que siempre soñó. De hecho, descubrió que en lo más profundo de su corazón hay un gran vacío que no puede llenar con nada exterior, y eso le roba la tranquilidad.
“Ay, Pablo, no quiero que mi vida siga por el mismo camino por el que transito. Y no quiero que esta Navidad sea igual que las anteriores, que solo me generaron más estrés, que no disfruté porque las ocupaciones y los compromisos me desbordaron”, me dijo. Lo que más la mortifica es que no sabe cómo poner freno a esa situación y evitar que se repita, que la lastime otra vez.
María es una mujer moderna, en todo el sentido de la palabra, es decir, con lo bueno y con lo malo. Es una médica muy respetada por sus colegas y, lo que más le satisface, apreciada por sus pacientes. Ellos, por supuesto, son su vida después de su esposo Manuel, también un destacado médico, y de sus hijos Franco y Ema, su principal motivación y, también, su principal preocupación.
La mayor dificultad que enfrenta María es la de conciliar su vida personal con la familia y, sobre todo, con la laboral. A veces, me lo confesó, se siente cansada y con ganas de dejar todo esto y comenzar de nuevo, de cambiar esa vida que no la hace feliz más allá de las apariencias. El trabajo la consume, consume la mayor parte de su tiempo y a veces apenas tiene contacto con Manu, Franco y Ema.
Como, por ejemplo, la Navidad del año pasado. Desde Buenos Aires llegó Romina, su hermana mayor, junto con sus hijas Lucía y Andrea y Luis, su esposo. Era la primera vez que las niñas iban a Mar del Plata y estaban emocionadas. Romina, mientras, no recordaba la última vez que había tomado unas vacaciones, así que se relajó y dejó que su hermana la atendiera a cuerpo de reina.
Los visitantes llegaron el 18 de diciembre y se fueron en los primeros días de enero, de modo que fueron dos semanas al máximo. Una celebración tras otra, un compromiso tras otro, un desgaste físico y emocional tras otro. Para María era una gran alegría tener en casa a la familia de su hermana, pero con el paso de los días rogaba en silencio que se fueran: ¡necesitaba un respiro!
“Nadie me ayudaba, Pablo, nadie me daba una mano. Por el contrario, todos me exigían más y más, y la verdad es que estaba al límite, a punto de tirar la toalla”, me confesó. No lo hizo porque en su casa le enseñaron que ese era el rol de la mujer, atender y complacer a los demás, inclusive a costa de su propio bienestar, de su felicidad. Y esa, en el fondo, era la pesadilla de su vida.
María nunca aprendió a delegar, ni a conciliar. Más bien, acumulaba pesadas cargas que minaban sus fuerzas y exprimían su espíritu. Nunca se atrevió a pedir ayuda, nunca fue capaz de decir no a una exigencia. Siempre, por la formación que recibió en su casa, por la forme en que programaron su mente, con docilidad acató las órdenes, con humildad aceptó el rol que la sociedad le impuso.
Además, la figura paterna provocó una presión adicional. Su padre, un médico prestigioso, un recio modelo de autoridad, marcó su destino con unas exigencias muy elevadas. Para María, solo hay una resultado aceptable: la perfección. En el trabajo, en la familia, en la vida social, todo debe ser perfecto para que el resto del mundo pueda apreciar su obra, que también es su desdicha.
Porque, la verdad, María no es feliz. De hecho, ya se dio cuenta de que esa fachada exterior no sirve de nada porque el vacío interior la agobia. Construyó una vida que, estaba segura, le iba a brindar mucha felicidad, pero no fue así. Ahora no sabe qué hacer, no sabe cómo cambiar, menos en una época como esta en la que los compromisos y las responsabilidades la desbordan.
Por eso, la cercanía de las festividades de Navidad y Año Nuevo la atormentan. Se ve otra vez al borde del límite. Esta vez no vendrán visitantes, pero eso no disminuye sus preocupaciones. Tendrá que seguir trabajando de lunes a viernes y espera que saber si tendrá que realizar turno en alguna de las fechas especiales. Eso, por supuesto, le provoca una ansiedad incontrolable.
“María: lo que necesitas entender es que no puedes echarte a la espalda todas las responsabilidades, todas las tareas, todos los compromisos. Entiende que hay momentos y situaciones en las que la única respuesta adecuada es no”, le dije. “Olvídate de ese modelo de supermujer que lo hace todo, o de lo contrario vas a terminar lamentándolo más”, agregué.
Conozco a muchas María, tengo el privilegio de ayudar a varias de ellas y, la verdad, me duele ver cómo los condicionamientos sociales hacen estragos en sus vidas. “Encontrar la forma de que tu trabajo, tu vida personal y familiar NO estén en conflicto permanente es tu prioridad. Debes ser consciente de hasta dónde estás en capacidad de asumir y el resto, compártelo, concílialo”.
En estos casos, lo principal es dejar atrás las creencias limitantes que provocan que las mujeres se sientan culpables si no logran abarcar todas las tareas, si tienen que pedir ayuda. “La familia es, debe ser, un verdadero equipo en el que todos participen, en el que las responsabilidades y tareas sean compartidas”, le destaqué. “No eres invencible: eres un ser humano y requieres de otros”.
No ha sido fácil para María aceptar que ha estado equivocada toda su vida, que de manera inconsciente asumió que no podía cargar sola. Ya habló con Manuel, con Ema y Franco para que la ayuden a que esta Navidad sea distinta a las anteriores y, en especial, que sea feliz. También comenzamos un proceso de trabajo que le permita reprogramar su mente y vivir más tranquila.
Estamos acostumbrados a vivir en función de lo exterior, de lo que dicen los demás, de lo que les conviene a los demás, y nos olvidamos de que lo más importante es velar por nuestro bienestar. El servicio a los demás nos brindará la felicidad que esperamos siempre y cuando no signifique sacrificar la nuestra. Para María, ese aprendizaje será, sin duda, el mejor regalo de Navidad.