¿Alguna vez que pasó que esperaste algo por mucho tiempo y cuando llegó se te convirtió en un problema? Es una sensación incómoda, desagradable, sin duda. A María le ocurrió hace poco, cuando fue ascendida a la Jefatura General de Internación en una clínica privada de Mar del Plata. Era su sueño desde hacía varios años, pero cuando la notificaron la vida se le volvió a cuadritos.
La vida es irónica y, a veces, también es traviesa: juega con nosotros. Y, valga decirlo, tiene un negro sentido del humor. Eso era, precisamente, lo que enfrentaba María: había alcanzado el logro más importante de su carrera profesional, por el que tanto había trabajado, pero a la hora de la verdad no fue tal y como lo había imaginado. ¿Por qué? Iba en contravía de su vida personal.
La vida del médico no es fácil: está sometido a constantes presiones y, lo peor, debe estar disponible 24/7 (24 horas al día 7 días a la semana). Por eso, a la mayoría de ellos les cuesta mantener una relación sentimental con alguien que no esté en este ambiente, que no entienda la naturaleza de su labor, que no comparta los sacrificios, que no pueda aceptar su dedicación.
En el caso de María, la piedra en el zapato es Ema, su pequeña hija de 9 años. Son como agua y aceite y, por eso, viven en constante conflicto. De niña, María fue juiciosa, disciplinada, obediente y sumisa, pero Ema es justamente la otra cara de la moneda: rebelde, necia, respondona. Una persona reactiva, en especial con la mamá, por lo que la relación transcurre de tumbo en tumbo.
Esta vez, por cuenta de un permiso que Ema le solicitó: irse de fin de semana con unas amigas del colegio. La niña estaba muy ilusionada, porque a sus compañeras los padres ya les habían dado la autorización y, por supuesto, no quería ser la única ausente de esa aventura. Sin embargo, la respuesta de María fue automática y rotunda: NO. “Piensa primero en recuperar en el cole”, le dijo.
El último reporte de calificaciones de Ema en el colegio no fue satisfactorio. Ella rinde de manera sobresaliente en las asignaturas relacionadas con el deporte y la creatividad, pero le cuesta más en las tradicionales, como idiomas o matemáticas. Y eso, por supuesto, le preocupa a María, que por su formación es muy estricta, acartonada: quiere que su hija sea igual que ella, que sea perfecta.
Y ese es, precisamente, el origen de los enfrentamientos de madre e hija. Aunque su padre (Osvaldo) casi nunca estaba en casa mientras ella creció, porque era un médico prominente, su voz de mando siempre se hizo sentir. Era muy exigente con María, a la que formó a su imagen y semejanza, exactamente el mismo camino que ahora ella quiere recorrer con la inquieta Ema.
El nuevo cargo en el hospital, por supuesto, significó mayores responsabilidades y le demanda un poco más de tiempo. De hecho, ya no puede desconectarse del teléfono y a cualquier hora recibe mensajes y notificaciones de alguno de los 74 médicos que tiene a su cargo. Entonces, cada vez es más difícil dedicarles tiempo a sus hijos, cada vez está más ocupada y cansada para atender a Ema.
Y, claro, eso a la niña la indispone. Son frecuentes las discusiones, inclusive por temas sencillos, y por lo general terminan a los gritos, con acusaciones mutuas y frases hirientes: “¡Te odio!”, vocifera la niña, o expulsa un “No quiero verte nunca más” antes de golpear la puerta y esconderse en su habitación, a llorar. Son situaciones que perturban a María, que le quitan el sueño.
Cuando reposa la cabeza sobre la almohada, con ganas de olvidarse de todo y poder dormir con tranquilidad, a María le cuesta conciliar el sueño. Su voz interior le reprocha constantemente por esas situaciones en las que perdió el control, en las que los resultados fueron distintos a lo que había previsto. Desde niña, carga el lastre de no permitirse un error, un fracaso, un tropiezo.
Son momentos en los que en su cabeza retumba la voz de su padre con la frase que más veces escuchó cuando era niña: “tienes que ser la mejor”. Desde entonces, María siente que no vale si no es perfecta. Es muy dura consigo misma, con quienes están a su alrededor, y por eso entra en conflicto con frecuencia. No es capaz de resolver adecuadamente situaciones muy sencillas.
Después de la última discusión con Ema, que estuvo bastante agitada y terminó peor que la mayoría de las veces, María tocó el tema en una de nuestras habituales charlas de mentoría. “Pablo, estoy desesperada y no sé qué hacer. Ema se me sale de las manos y no encuentro la forma de que me haga caso”, me dijo. La verdad, nunca la había visto tan presionada, tan al límite.
A esta situación se enfrentan muchas mujeres en el mundo moderno, porque no es fácil conciliar la vida personal y familiar con la laboral. Menos, cuando, como en el caso de María, son madres de niños que pasan por una etapa difícil. “Debes olvidarte de esa idea de ser perfecta, porque nadie lo es. Es una carga que no necesitas llevar y que, además, es injusta contigo misma”, le dije.
La autoexigencia de la perfección es una de las creencias limitantes más fuerte que hay. Nos impide aceptar que somos maravillosos y valiosos y provoca que no nos permitamos un error. En el caso de María, lo que más la molesta es la impotencia de no poder dominar a Ema como desea. “Todos tenemos límite, María. No puedes hacerlo todo tú sola, necesitas ayuda”, agregué.
Ser perfeccionista es agotador, injusto y necio. Es una pesada carga que te arrebata la paz, que acaba con tus energías y que te impide disfrutar lo bueno de la vida. Provoca que te enfoques en lo negativo, que no aprecies los avances y los logros y que te impongas metas tan elevadas que son casi imposibles de cumplir. Las perfeccionistas son personas que nunca están satisfechas.
Aquel día, al terminar la sesión, María estaba más tranquila, un poco. “Voy a organizarme mejor para destinar más tiempo a Ema. Sé que me necesita, pero mis médicos y mis pacientes, también”. Le recalqué que más que una cuestión de tiempo es un tema de la calidad del tiempo que le dedica a sus hijos: que, aunque sea poco, ellos queden satisfechos con la atención que les presta.
Además, le previne sobre otra creencia limitante muy peligrosa: no tiene que elegir, no es su vida personal y familiar o su vida laboral. Si se organiza mejor, si aprende a delegar y a confiar en otros, si se da la oportunidad de equivocarse, es posible salir del atolladero. “La vida no es perfecta, María, nada es perfecto. No cargues con esa culpa y disfruta de tu hija y de tu trabajo”, concluí.
Ver el lado positivo de la vida, aceptar y agradecer lo que esta nos brinda cada día, valorar los logros que alcanzamos y, sobre todo, entender que tenemos límites y que no nacimos para ser perfectos son algunas de las estrategias que nos permiten vivir con más tranquilidad, sin esa carga innecesaria de la culpa. Espero con ansias la próxima sesión con María, para saber cómo le fue.