“No lo hagas”, “No lo toques”, “No te comas eso”, “No le pegues a tu hermanito”, “No metas la mano en la tierra”, “No, no y no”… Cuando somos niños, y hasta bien entrada la adolescencia, la palabra que más veces escuchamos de nuestros padres, abuelos, tutores o maestros es ¡NO! Sin embargo, cuando crecemos, cuando asumimos el control de nuestra vida, olvidamos decir ¡NO!
Es una enorme contradicción, porque justo en la etapa en la que estás descubriendo el mundo, en la que descubres tu cuerpo, en la que tu mente está más abierta al aprendizaje, te bombardean a punta de ¡NO! rotundos. Es como si a un ave que intenta salir del nido por primera vez para comenzar a vivir la aventura de surcar los cielos le cortan las alas. ¡Qué frustración, qué dolor!
De la misma manera, el niño, en su rebeldía contra la tiranía de los padres, de los adultos, suele encapricharse y aferrarse a un ¡NO! contundente para hacerse respetar. Un ¡NO! que, dicho sea de paso, es fuente de conflicto, origen de reprimendas y castigos. Lo cierto es que durante los primeros años de la vida nos programan la mente con el ¡NO!, nos lo tatúan en el cerebro.
Podría decirse que es el aprendizaje más reforzado de cuantos adquirimos en esa etapa de la vida. Pero, como mencioné antes, cuando ya tenemos la posibilidad de elegir qué queremos, como por arte de magia esa capacidad para decir ¡NO! desaparece. Sí, se evapora, la enviamos al cuarto de Sanalejo y nos movemos entre dos opciones: el sí o el silencio cómplice, en la aceptación tácita.
Haz de cuenta que es el atardecer de un verano caluroso y cuando comienzan a caer las sombras de la noche aparecen las hordas de insectos. Si no cierras las ventanas de tu casa, es seguro que pasarás una noche terrible, no te dejarán descansar. Tienes que decir ¡NO! a esa invasión, cierras las ventanas y te quedas tranquilo: lees, ves la tele, conversas con tu familia, duermes plácidamente.
El problema es que para situaciones realmente importante de tu vida no eliges la misma opción, no actúas de la misma manera. Eres víctima del acoso de tus compañeros en la escuela o en el trabajo, pero ¡NO! hablas. Eres sometido por tu pareja que impone sus caprichos, pero ¡NO! le pones límites. Eres infeliz porque ¡NO! haces lo que te apasiona, pero ¡NO! sales de la zona de confort.
Y tú y yo sabemos que la lista puede ser muy extensa. Y muy dolorosa, también. Nos criaron así y nos cuesta cambiar. Creemos que estamos obligados a decir sí para que los demás nos acepten, para que no nos vean como diferentes, para que la sociedad nos dé su aprobación. Pensamos que de esa manera evitamos problemas, que nos van a valorar mejor. Y no es así, es todo lo contrario.
Cuando nos olvidamos de decir ¡NO!, cedemos el control de nuestra vida. Resignamos nuestra esencia y renunciamos a los más valiosos derechos que nos fueron concedidos. La realidad es que intentamos esconder unos miedos terribles: a ser criticados, a ser rechazados, a incomodar a otros, a equivocarnos, a que nos tilden de maleducados o de ingratos, a quedarnos solos.
Olvidarnos de decir ¡NO! nos enfrenta a los extremos, y ya sabemos que los extremos son viciosos y, por ende, dañinos. No saber decir ¡NO! nos invita a asumir una actitud sumisa, pasiva, lesiva. Solo nos interesa estar bien con los demás, aunque tengamos que pagar el alto costo de no respetarnos a nosotros mismos, de traicionar nuestros principios y valores, de vivir una constante lucha interna.
A veces, sin embargo, no saber decir ¡NO!, o elegir no decir ¡NO!, nos conduce a una conducta agresiva. Es el mecanismo que usamos para defendernos: les damos a entender a los demás que no nos importan, que no los queremos a nuestro lado, que preferimos estar solo. Esta conducta, en realidad, oculta nuestros miedos, es una muestra inequívoca de nuestras debilidades.
Lo peor es que muchas veces somos conscientes del daño que nos provoca no saber decir ¡NO!, pero no somos capaces de cambiar. Preferimos renunciar a nuestros sueños, elegimos permitir que vulneren nuestros derechos, consentimos que nos traten como si valiéramos poco o nada. Por supuesto, esta actitud solo se traduce en dolor, en infelicidad, en resentimiento, en amargura.
Y así nadie, absolutamente nadie, puede vivir. Lo que podemos hacer es despertar a ese niño que vive en nuestro corazón y, como en esa época, decir ¡NO! de manera consciente y decidida cuando no estemos de acuerdo con algo, cuando nos sintamos amenazados, cuando nos enfrentemos a algo que está en contravía de nuestros principios y valores, cuando creamos que es perjudicial.
Cuando aprendas a decir ¡NO! y a poner límites, los otros te verán diferente, te tratarán diferente, te respetarán. Cuando los demás entiendan que un ¡NO! tuyo es definitivo, sabrán que no pueden hacerte daño. Cuando otros ven que son incapaces de manipularte, que ¡NO! eres una persona débil, se harán a un lado. Cuando digas ¡NO! a lo que te hace daño, tu vida será mucho mejor.
Hay algo que, sin embargo, debes saber. Cuando aprendemos a decir ¡NO!, tenemos que asumir el costo, hay que pagar un precio (a veces, elevado). Te juzgarán, te criticarán, te rechazarán, tratarán de hacerte sentir mal, intentarán aislarte, buscarán que todos te señalen. Pero, por tu bien, elige decir ¡NO! y verás cómo en tu vida se abre un infinito universo de posibilidades ilimitadas.
Negarnos a decir ¡NO! es una de tantas creencias limitantes con las que nos programaron el cerebro en la infancia. Y nos la refuerzan de diferentes maneras a lo largo de la vida hasta que somos conscientes del daño que esto nos produce y tomamos la decisión de cambiar. Tienes derecho a disentir, a actuar distinto a los demás, a ser auténtico, a elegir lo que tú quieres.
Para eso, sin embargo, es imprescindible aprender a decir ¡NO! y hacerte responsable de las consecuencias. Cuando recuperes el derecho a decir ¡NO!, te sentirás mejor, te respetarás más, te despojarás de la carga de la culpa y podrás comenzar a transitar el camino hacia una vida llena de abundancia. ¡NO! te niegues lo bueno que la vida te ofrece solo porque eliges no decir ¡NO!