La obsesión por el mañana, por lo que nos ocurrirá después, es una de las principales fuentes de decepción para cualquier ser humano. Si a eso le agregamos otra obsesión, la de controlarlo todo, la de dar por sentadas las cosas, la vida se nos convierte en una permanente desilusión. Las elevadas expectativas que nos fijamos se vuelven contra nosotros, como si fueran un búmeran.
Un día cualquiera, mientras revisas tu perfil de Facebook, te enteras de una oferta de trabajo que, piensa de inmediato, está hecha para ti. Cuando das clic y entras a la página de la empresa para conocer más información, te das cuenta de que es la oportunidad que tanto has esperado, por la que tanto has pedido en tus oraciones. Sin poder evitarlo, esa opción te genera un gran entusiasmo.
Enseguida, revisas tu hoja de vida y la envías al correo electrónico señalado en la oferta. Te haces la señal de la cruz antes de hacer clic en enviar y comienzas a soñar con cómo sería tu vida si se concretara esa oportunidad. Sin embargo, a medida que pasan los días y no recibes la ansiada llamada, ningún mensaje llega a tu correo y entras en desesperación, te llenas de malas energías y te invade la frustración.
El problema es que te fijaste expectativas muy elevadas en relación con esa oportunidad, cuyo control estaba lejos de tu alcance. Es una situación incómoda que vivimos todos los días, a veces varias veces cada día, simple y llanamente porque hicimos suposiciones acerca de que creíamos que iba a ocurrir, de lo que debía ocurrir, pero que finalmente no ocurrió. Una gran frustración.
El Diccionario de la Lengua Española (DLE) define esta palabra como “la esperanza de realizar o conseguir algo” y también como “posibilidad razonable de que algo suceda”. En la vida real, sin embargo, esa esperanza y esa posibilidad razonable las asumimos como algo hecho, como la consecuencia de lo que anhelamos: sucederá porque así lo queremos, lo necesitamos.
Y, claro, no es así, casi nunca es así. Uno de los ámbitos en los que las expectativas nos hacen malas pasadas con frecuencia es el de las relaciones personales, en especial, las sentimentales. Conocemos a una persona que nos agrada, que nos llama la atención, y de inmediato la mente elabora una película de cómo nos gustaría que se desarrollara y prosperara esa relación.
Acabamos de conocer a esa persona, pero ya pensamos en convertirla en nuestra pareja, en cómo serían nuestros hijos con ella, en cómo sería la vejez a su lado. Las expectativas son inevitables, porque se trata de un proceso automático de la mente. Así, entonces, no podemos evitar que se den, que la mente fabrique esa película de ficción, pero lo que sí podemos hacer es controlarlas.
Las expectativas están basadas en nuestras creencias, en ese mapa mental que dibujaron en nuestra mente cuando éramos niños. Por lo general, son ideas impuestas por la sociedad o por las personas más influyentes de tu entorno cercano: tus padres, tus hermanos mayores, tus maestros, tus amigos, tus compañeros de trabajo, tus jefes o tus parejas. No las elegimos: nos las imponen.
A través de esos mensajes con que nos bombardean incesantemente, en nuestra mente se graban las expectativas que debemos cumplir para ser aceptados, para recibir la aprobación de otros, para ser exitosos de acuerdo con los cánones establecidos. A través de ellas, nos aferramos a una idea de lo que debería ocurrir, de cómo debería ser la vida, y vemos la vida en función de esa idea.
Una idea que, para colmo, incorpora el concepto de perfección, de ser los mejores en todo lo que hacemos. Y, lo sabemos, no hay nada perfecto en la vida. Y esa obsesión por ser los mejores es la principal fuente de frustraciones, de tristezas y de pensamientos negativos que nos atormentan. Y, lo peor, en virtud de esas expectativas renunciamos a ser nosotros mismos, a ser auténticos.
Nos adaptamos a lo conveniente, a lo establecido por la mayoría, nos apena recibir críticas y, más grave aún, de no ser aceptados. Entonces, entramos en un juego maquiavélico que, tarde o temprano, se volverá contra nosotros, como un búmeran: nos enfocamos en cumplir las expectativas de otros, de los demás, y desarrollamos un equivocado autoconcepto sin autoestima.
El problema con las expectativas es que no nos permiten vivir la vida que deseamos. ¿Por qué? Porque nunca estamos satisfechos con lo que alcanzamos, con lo que tenemos; no disfrutamos lo que la vida nos ofrece porque siempre nos parece poco, creemos que merecemos más. Y esta premisa aplica para lo laboral, las relaciones y, en especial, lo que pensamos de nosotros mismos.
Caemos en la trampa de las expectativas y es muy difícil liberarnos de ella. Lo primero que podemos hacer es cuestionarnos: ¿tengo la vida que deseo? ¿Es la vida que había soñado para mí? ¿Es la vida que quiero o la vida que otros diseñaron para mí? ¿Soy feliz con esta vida que tengo? Lo más probable es que la respuesta a estos interrogantes sea NO, y ese sería un buen comienzo.
¿Por qué? Porque el primer paso para solucionar un problema es ser consciente de él, reconocer que existe. Luego viene la intención del cambio, que significa despojarnos de esas creencias que nos condicionan y formular unas nuevas que nos permitan ser felices, abundantes y exitosos. Unas que estén conectadas con nuestra esencia, con lo que somos, con nuestras pasiones, dones y talentos.
Además, tenemos que fortalecer el cuero. ¿Sabes a qué me refiero? A dejar de vivir en función de lo que otros dicen, de lo que otros piensan de nosotros, y seguir el mandato de nuestro corazón. Olvídate de las críticas, olvídate de darles explicaciones a los demás, olvídate de ese plan de vida que otros formularon por ti cuando eras niño. Patea la pizarra y crea uno nuevo, uno que te haga feliz.
Si logras cumplir ese objetivo, habrás avanzado mucho. Sin embargo, hay otras tareas por hacer: quítales a las expectativas el poder que tienen sobre ti. ¿Cómo hacerlo? Las expectativas, como lo mencioné antes, son parte de un futuro que no nos pertenece, así que cuando te enfocas en el presente, en el hoy, lo vives y lo disfrutas al máximo, lo aprovechas y lo agradeces, acabas con las expectativas.
La vida es como es, no como nos gustaría que fuera o como creemos que debería ser. Esa es una realidad que cuesta trabajo aceptar, pero cuanto más pronto lo hagas, mejor para ti porque te evitarás dolores de cabeza. Acepta lo que la vida te da, lo que cada persona que cruza por tu camino está en disposición de ofrecerte, de brindarte. No esperes nada de los demás.
La vida no es perfecta y no tiene porqué serlo. Acéptala, disfrútala, agradécela. No te fijes expectativas y, más bien, concéntrate en vivir cada momento, cada día, al máximo. Recuerda: lo que es para ti llegará a tu vida tarde o temprano, justo cuando sea el momento adecuado. Mientras llega ese momento, vive el presente, espera todo de ti y vive en armonía con el resto del mundo.