El mundo es lo suficientemente duro, ¿lo sabías? La vida ya incorpora suficientes dificultades, ¿lo sabías? Gestionar tu vida para alcanzar lo que deseas es un trabajo agotador, ¿lo sabías? En el fondo de nuestra mente, todos lo entendemos. Sin embargo, nos hemos inscrito en una loca carrera que no tiene fin: la de la autoexigencia. ¡Nunca estamos conformes con lo que somos o tenemos!
Recuerdo que cuando estaba chico me decían que tenía que ser mejor que mis hermanos, que mis primos, que el vecino, que el compañero del colegio. Mis notas debían ser mejores, yo tenía que ser más popular. “¡No te puedes quedar atrás!”, me repetían una y otra vez. En vez de la vida de un niño, yo tenía una competencia sin tregua: competía contra todo y contra todos, contra mí.
Por supuesto, no demoré en cansarme. Hoy, yo mismo impongo mis límites, entendidos como el punto hasta el que estoy dispuesto a llegar: a partir de ahí, ¡no más! No importa lo que digan los demás, porque soy consciente de que no compito con nadie, ni siquiera conmigo mismo. Porque confundimos ese deseo de ser mejores, de superarnos, con una permanente insatisfacción.
Lo que más tristeza me da es que cuando salgo a la calle veo muchas personas así: compiten con cualquiera. Por un lugar en el autobús, por una mesa en el restaurante, por un elogio del jefe en la oficina, por la aprobación de su familia, por el cariño de su pareja. Por supuesto, al cabo de un tiempo se quedan sin fuerzas, exhaustos y, lo peor de todo, invadidos por una sensación de derrota.
Nos aterra el miedo de no poder satisfacer a los demás. “¡Qué dirán si no logro ese ascenso en la empresa!”, “¡Cómo me verán si no puede ingresar a la maestría!”, “¡Quién querrá estar con una persona que los 35 años no se ha casado!” y otras más por el estilo son las sentencias que nos atormentan. Pesadas lápidas que nos cargamos en la espalda y que nos impiden avanzar.
Como dije al comienzo, el mundo es lo suficientemente duro y la vida ya incorpora suficientes dificultades como para que nosotros, presionados por lo que puedan pensar o decir los demás, nos encarguemos de subir el listón. Por eso, como el inexperto saltador de garrocha, nos pasamos la vida derribando el listón, sin poder superarlo. Y nos frustramos, nos sentimos derrotados.
Lo primero que debes hacer es conocerte, tan profundamente como sea posible. Sí, saber quién eres en realidad. ¿Un superhéroe? ¿Un ser humano de carne y hueso? Y establecer las metas que tú quieres alcanzar, tú y nadie más. ¿Por qué cargar con la culpa de no ser capaces de cumplir con las expectativas de otros? ¿Por qué entrar en el juego de los demás y exigirte más de allá de tus límites?
De la misma manera, debes reconocer que no eres perfecto. ¡Nadie lo es! ¡No tienes por qué ser perfecto! Date permiso de errar, de sentir cansancio, inclusive, de tirar la toalla. Equivocarse es parte fundamental del aprendizaje. Si nunca fallas, nunca aprendes. La más enriquecedora fuente de aprendizaje del ser humano es su último error, así que olvídate de aquello de ser perfecto.
No tienes por qué ser lo que te dicen los demás, como te dicen los demás. Date permiso de ser tú mismo, de ser auténtico. Cuanto más te conozcas, cuanto más te aceptes, más te disfrutarás. Aprende a reírte de ti mismo, asume la vida con optimismo y verás como los resultados de tus acciones y de tus decisiones también cambian: serán positivos, productivos, beneficiosos.
Nos enseñan a ser duros con nosotros mismos dizque para ser merecedores de lo bueno. ¡Y no es así! Tú te mereces lo mejor inclusive cuando te equivocas, cuanto te equivocas feo. Así es la vida, y tenemos que aceptarla así, tenemos que vivirla así. Convéncete de que no hay razón alguna para que te flageles para complacer a otros, de que renuncies a lo que mereces porque otros lo dicen.
El origen de este problema está en las creencias limitantes que nos enseñan desde el mismo momento en que llegamos a este mundo. “Tienes que ser el mejor”, “Tienes que dar el máximo, menos no sirve”, “De ti solo espero que seas el número uno”, “No puedes dejar que fulano esté mejor que tú”… Es una programación mental perversa que nos impide disfrutar de la vida.
¿Que decepcionaste a tu familia? No importa, ¡es tu vida! ¿Que tu jefe esperaba más de ti? No importa, ¡es tu vida! ¿Que tu pareja te compara con personas de su pasado? No importa, ¡es tu vida! En el momento en que te des cuenta de que la autoexigencia es producto del temor a lo que dirán los demás, fruto de tus creencias limitantes, aprenderás a ser tolerante contigo mismo.
Necesitas aprender a tratarte bien, a aceptarte como eres, a mimarte. De lo contrario, no puedes esperar que otros te traten bien, que te acepten, que te mimen. Lo que las demás personas ven en ti, piensan de ti o creen de ti es justamente lo que tú proyectas. Por eso, tienes que preocuparte más bien de ti (y no de los demás): reconócete, apréciate, valórate, quiérete, agradécete.
Todos tenemos derecho a estar inconformes con lo que somos, en algún momento de la vida. Sin embargo, no tiene sentido que vivamos subiendo el listón a sabiendas de que nunca vamos a ser capaces de superarlo. Exigirnos nos ayuda a ser mejores, a sacar lo que llevamos dentro, pero eso no significa que tengamos que ponernos contra la pared, que vivamos infelices por ser como somos. Y algo muy importante: necesitas aprender cuál es el límite de la exigencia, cuándo hay que decir ¡no más!
No te enfoques en lo que crees que te hace falta: más bien, valora y disfruta lo que has conseguido. Que el deseo de superarte no te lleve por el camino incorrecto: por más que te exijas, nunca serás perfecto. Por eso, enfócate más bien en tratar de ser cada día tu mejor versión.