Según cifras de la Organización de las Naciones Unidas, el planeta Tierra lo habitamos más de 7.000 millones de personas. De ellos, unos 650 millones estamos en Latinoamérica. Además, estamos en la era de la tecnología, de las hiperconexiones, del mundo globalizado, del derribo de las fronteras, pero también uno en el que el ser humano está agobiado por un mal terrible.
¿Sabes a cuál me refiero? A la soledad. Nunca en la historia de la humanidad el hombre estuvo tan solo como ahora, y esa es una gran contradicción, una dolorosa contradicción. Gozamos de avances increíbles, de recursos poderosos, de herramientas fantásticas, todas diseñadas para acercarnos, para permitir que nos comuniquemos, pero cada día el ser humano está más solitario.
Te puedes conectar vía internet con una persona que está literalmente al otro lado del mundo y, a pesar de la distancia y de la diferencia horaria, conversar como si estuvieran sentados en la sala de tu casa, o en una confitería. Vía internet, así mismo, puedes cursar una maestría o un diplomado de varias de las reputadas universidades del planeta, y obtener un grado acreditado.
Si ves en la red algo que te llama la atención, con unos cuantos clics lo puedes adquirir y en unos pocos días lo disfrutas en tu casa. Un computador, una cámara fotográfica, un libro, prendas de vestir o algún juguete para tus hijos: lo que desees, lo puedes comprar. Vía internet, así mismo, es posible realizar transacciones bancarias como transferencias o pagos electrónicos, entre otros.
En realidad, prácticamente todo lo que se propone o lo que desea está al alcance de su mano. Desde el teléfono celular, una persona puede controlar su vida, literalmente, tal y como ocurría hace unos pocos años en las películas de ciencia ficción. Sin embargo, como nada es perfecto, una de las consecuencias de esta revolución digital es que el ser humano está cada vez más solitario.
Por supuesto, no es culpa de la tecnología. Ella no es buena o mala en sí, por sí misma: lo que está mal es el uso que le damos, los comportamientos que hemos aprendido, los hábitos que hemos adquirido. A pesar de que por esencia somos un ser social, es decir, diseñado y programado para vivir en comunidad, rodeado de otras personas, vamos en sentido contrario, camino a la soledad.
Más grave es que, por temor a la soledad, nos rodeamos mal, permitimos que nuestro entorno cercano esté lleno de personas tóxicas que nos contaminan y nos enferman. Aunque nos cansamos de repetir aquella trajinada frase de “Mejor solo que mal acompañado”, en la práctica vivimos algo distinto: “Mejor mal acompañados que solos”. Peor el remedio que la enfermedad.
Desde la infancia, programaron nuestra mente con mensajes equivocados que en la edad adulta se convirtieron en lazos irrompibles, en vínculos negativos, en relaciones tóxicas. Lo sabemos, lo sentimos, lo sufrimos, pero no nos atrevemos a hacer algo para erradicarlo de nuestra vida. Por el miedo a la soledad, elegimos seguir aferrados a personas, situaciones y recuerdos que nos hacen daño.
Conocemos casos de familias destrozadas por casos de maltrato, de violencia física y sicológica, por flagelos como la drogadicción. Sin embargo, a pesar de que se autodestruyen, esas familias imponen la ley del silencio y escogen seguir unidas, si así se lo puede llamar. Al final, el resultado es que terminan deshechas, que el daño que se hacen es irreparable y la vida es una tragedia.
Y no tiene por qué ser así, de ninguna manera. Los enemigos están en nuestra mente, es cierto, pero la solución está en nuestras manos. Lo peor es que muchas personas no saben qué hacer, sienten pánico de quedarse solas y, por eso, toman malas decisiones. Permiten que su vida se consuma en un ambiente tóxico, negativo y destructivo, en vez de liberarse de ese lastre.
“Aquí reposa un hombre que hizo fortuna por haber tenido la habilidad de rodearse de hombres más inteligentes que él”. Esta frase, que me encanta, es el epitafio en la tumba de Andrew Carnegie, el rey del acero, uno de los hombres más poderosos de los Estados Unidos a comienzos del siglo pasado. Él fue el mentor de Napoleon Hill, el periodista autor del famoso libro Piense y hágase rico.
A Carnegie siempre le llamó la atención que los millonarios de su época eran personas comunes y corrientes. De hecho, muchos de ellos habían nacido en ambientes con limitaciones y a lo largo de su vida habían enfrentado múltiples dificultades antes de hacerse ricos. Es decir, no era cuestión de cuna, o de genes, o de inteligencias superdotadas: era algo al alcance de cualquier persona.
Por eso, le encargó a Hill que entrevistara a los miembros de las 500 familias más ricas del país, que eran sus amigos, y determinara cuáles eran los patrones que les habían permitido superar los obstáculos y llegar a ser millonarios. Tras veinte años de trabajo, la conclusión a la que llegó Hill es verdaderamente sorprendente: la clave de su éxito estaba en la calidad de las personas de las que se rodeaban.
De esa investigación surgió uno de los conceptos revolucionarios del mundo empresarial y de los negocios, que hoy está inmerso en prácticamente todos los ámbitos de la vida: el de las mentes maestras (masterminds). La premisa es sencilla, pero muy poderosa: si deseas alcanzar el éxito, rodéate de personas que sean mejores que tú y, entre todos, construyan algo único.
Nada peor que las personas negativas, rencorosas, destructivas, obsesivas y tóxicas. Aunque sea un familiar, o tu pareja, o un amigo de mucho tiempo, o tu jefe, o un compañero de trabajo. Cueste lo que cueste, duela lo que duela, a esas personas hay que alejarlas de tu vida y, más bien, atraer a las que puedan aportarte, las que te inspiren, te ayudan a ser mejor, te exijan.
“Eres el resultado del promedio de las cinco personas con las que más tiempo pasas”, dijo alguna vez Jim Rohn, empresario, autor y orador motivacional estadounidense de gran influencia en el la industria del desarrollo personal. ¿Comprendes? No puedes ser feliz, ni exitoso, ni abundante si estás rodeado de personas tóxicas; requieres el talento, el empuje y la sabiduría de los mejores.
Recuerda, el poder de la mente es ilimitado, para bien o para mal. ¡Tú eliges! ¿Qué deseas en tu vida? La alegría, el entusiasmo, el optimismo y la buena energía son contagiosas, de la misma manera que la disciplina y la perseverancia. Elige rodearte de personas honestas, soñadoras, generosas, desinteresadas, serviciales, que practiquen la gratitud y sea agentes de transformación.
Una persona tóxica, destructiva y negativa es un obstáculo para tu desarrollo personal, un riesgo para tu vida. Cierra las puertas a esas personas y ábrelas de par en par para las que te motivan, te inspiran, te ilusionan, te ayudan a sacar lo mejor de ti. No cometas el error de rodearte mal por temor a la soledad, porque algún día aprenderás que la soledad puede ser tu mejor compañía.