Latinoamérica está convulsionada. Chile, Bolivia, Ecuador, México y Colombia, además de los ya conocidos problemas de Venezuela, alzaron la voz. Y Argentina, mi querida, Argentina, no demora en sumarse. A veces me invade la sensación de que el mundo entró en un estado de caos irreversible, pero me resisto a creer esa realidad, me resisto a ser parte de esa realidad.
Algo estamos haciendo mal, muy mal, porque el rumbo de la vida no es el que deseamos. De hecho, está muy lejos de lo que deseamos. Desigualdad social, indolencia, elevados niveles de corrupción, una pobreza que avanza a ritmo acelerado y un inconformismo que, parece, llegó a su límite. Hay ruido por todas partes, gritos de desesperación, quejas, amenazas, voces de protesta.
A veces, en la intimidad, acompañado solamente por mi gran amiga la soledad, reflexiono acerca de lo que hago, inconscientemente, para contribuir a este desorden. O, también, para ver cómo en mi vida diaria aporto para construir algo positivo, para sembrar semillas de abundancia, felicidad y paz que broten y den muchos frutos. Y, no te voy a mentir, las respuestas me preocupan.
¿Por qué? Porque la mayoría de las veces lo único que escucho es ruido, uno estridente, uno cuyo volumen supera los niveles críticos de decibeles. Dicho de otro manera, hay muy poco silencio o, peor aún, no hay silencio. Ni en el exterior, ni en nuestro interior, en nuestra mente y nuestro corazón. Allí también hay ruido, hay confusión, hay egoísmo, hay un poco de anarquía.
Nos guste o no, aceptemos que tenemos responsabilidad o no, todos y cada uno de los seres humanos somos responsables de lo que ocurre en el exterior. Inconscientemente, inclusive sin desearlo, contribuimos a generar ruido, alimentamos el caos, promovemos el desorden. Y, claro, la bola de nieve comienza a rodar y a crecer, y luego se devuelve contra nosotros y nos aplasta.
Eso es, sin duda, lo que ocurre hoy en esta Latinoamérica convulsionada. Los niveles de ruido nos han llevado a un estado en el que ya no podemos controlarnos, en el que sentimos la irreprimible necesidad de desahogarnos, de dejar salir esa violencia que nos carcome el interior. Y creemos que no hay marcha atrás, nos convencemos de que esta ebullición es la única salida.
Sin embargo, no es así. Quizás hayas estado en una situación límite, en la que sentías que el mundo se te venía encima, y de pronto se rebalso la copa porque alguien te presionó. Seguro que no fue bueno lo que siguió a esa reacción, impulsiva, instintiva, agresiva. Solo que unos minutos después te diste cuenta de que cometiste un error y quisiste enmendarlo, pero no fue posible.
¿Qué podemos hacer, entonces? Aplacar las tempestades, hacer que los vientos huracanados que salen de nuestra mente y nuestro corazón se calmen. Pero, sobre todo, requerimos hacer silencio para conectarnos con nuestro interior, comunicarnos con nosotros mismos, escucharnos. En la medida en que cada uno haga lo suyo, la sumatoria de silencios poco a poco acabará con el ruido.
Los seres humanos tememos al silencio porque lo identificamos con la soledad, que nos produce pánico. Es fruto de las creencias limitantes con que nos criaron y que se reforzaron a medida que crecimos. No sabemos estar solos, no sabemos apreciar el valor del silencio, no ponderamos los beneficios de escuchar lo que nuestro interior quiere decirnos. ¿Porqué? Porque hay mucho ruido.
Quizás tú no seas parte del problema de esta Latinoamérica convulsionada, pero te puedo asegurar que, si así lo decides, puedes ser parte de la solución. No digo que tú solo vayas a cambiar esta agitada situación social, pero sí que con un poco de silencio que salga de tu corazón y de tu mente puedes cambiar tu mundo, tu entorno cercano. Y eso, créeme, es una gran ganancia.
¿Cómo hacerlo? Es más sencillo de lo que te imaginas. Lo primero es que no necesitas recluirte en un santuario de monjes, ni irte a vivir a una isla desierta, ni convertirte en un ermitaño que se esconde en una caverna en las montañas. En tu propio mundo, en ese mundo agitado y ruidoso en el que vives, puedes comenzar a bajar los decibeles hasta que lleguen a sus niveles mínimos.
Es una decisión personal, por supuesto, un privilegio que algunos nos permitimos. Este fue un aprendizaje que incorporé hace algunos años porque durante mucho tiempo en mi vida, te lo confieso, hubo ruido, mucho ruido. Fue gracias al conocimiento que adquirí y a las enseñanzas de mis mentores que descubrí el silencio y, en especial, descubrí los grandes beneficios del silencio.
La meditación, que practico con regularidad, o el yoga te ayudan a encontrar silencio. Solo necesitas 5 o 10 minutos al día y pronto verás excelentes resultados si lo haces a consciencia, con juicio y disciplina. Inclusive, si estos métodos te generan resistencia, puedes intentar un paso intermedio: escucha música que te relaje, que te lleve a un estado de paz y tranquilidad.
No es silencio, por supuesto, pero poco a poco tu mente y tu corazón irán bajando los decibeles del ruido y empezarás a escuchar el silencio, a disfrutarlo. Cuando eso ocurra, querrás huir del ruido, de aquello que lo genere, y tu vida se transformará lentamente. Podrás escuchar las voces de tu corazón, apreciarás lo que la naturaleza quiere decirte, oirás lo maravilloso de la creación.
Muchos de los problemas que nos impiden llevar una vida feliz y tranquila, que nos alejan de la abundancia que anhelamos, tienen origen en el ruido que hay en nuestra mente y en nuestro corazón. No sabemos escuchar, no queremos escuchar, pero luego nos lamentamos cuando ese ruido estridente nos lleva a un estado de desesperación en el que perdemos el control.
Haz un pacto de silencio contigo mismo: calla esas voces interiores que te mortifican, que te llevan a las arenas movedizas donde crecen y se reproducen tus creencias limitantes, que juegan contigo traviesamente. Aprende a decirle no al ruido y verás cómo cambia tu vida, cómo las estridencias en tu cabeza poco a poco desaparecen, cómo dejas de atraer aquello que provoca el ruido.
El silencio es el terreno fértil en el que germinan la paz y la tranquilidad, en el que crece la abundancia. El silencio es el termostato que impide que la temperatura del fuego interior supere los niveles adecuados y provoque estragos. El silencio, según diferentes estudios científicos, regula el estrés y la tensión y refuerza el sistema inmunológico. El silencio fomenta la creatividad.
Latinoamérica está convulsionada, pero no solo por la desigualdad social, por la indolencia, por los elevados niveles de corrupción, por una pobreza que avanza a ritmo acelerado y por un inconformismo que, parece, llegó a su límite. Lo está, también, porque hay demasiado ruido en nuestra vida y no escuchamos los mensajes de tolerancia, respeto, paz, tranquilidad y abundancia.