Diciembre y sus fiestas, fuente de felicidad, pero también de un estrés agobiante. Los días se antojan cortos, parece que solo tuvieran 12 horas, y las tareas se acumulan. Pero, y eso es algo que María entiende a la perfección, las responsabilidades no dan espera, menos cuando está a cargo de un multidisciplinario cuerpo de médicos y, por añadidura, de pacientes impacientes.
Diciembre suele ser un período caótico en las clínicas y hospitales y el que dirige María no es la excepción. Por cuenta de las bebidas alcohólicas y la euforia, las salas de urgencias se congestionan. Además, la programación de las cirugías es complicada y, por el afán de disfrutar las fiestas, los pacientes quieren curarse como por arte de magia, así sufran graves enfermedades.
Y los médicos también aportan su cuota de estrés: coordinar los turnos es una hazaña, porque todos quieren estar en casa, con los suyos, en las fechas especiales. “Ellos saben que no puedo darles gusto a todos, pero aún así presionan y presionan. Entonces, como no se ponen de acuerdo soy yo la que debe tomar las decisiones y ahí es cuando me convierto en la mala de la película”.
Al llegar a esta sesión de asesoría, la noté un poco distinta a las veces anteriores. No porque hubiera cambiado, sino porque estaba realmente angustiada. Lleva unos pocos meses en la Jefatura General de Internación y sabe, porque ya lo vivió a través de las personas que ocuparon ese cargo en el pasado, que diciembre es la máxima prueba de resistencia. Y muchos desisten.
A María le encantaría poder complacerlos a todos, pero no es posible. Lo sabe, pero no halla la manera de evitar la inconformidad de quienes tienen que someterse a los avatares de la profesión de médico, en especial a la disposición 24/7/365. “Vos no te imaginás, Pablo, las macanas (líos) que se me arman cuando informo alguna decisión. Me quieren comer viva, Pablo, viva”, dice.
Más allá de tomar decisiones que son propias de su cargo y que no puede evadir, el problema para María es que siempre, desde niña, quiso complacerlos a todos. De hecho, ese es uno de los lastres que todavía no pudo soltar: se siente culpable si no satisface las expectativas de los demás. Le ocurrió en la casa paterna, le sucede en casa con Manuel, su esposo, y sus hijos Franco y Ema.
Por estos días, todos la demandan al ciento por ciento. En la clínica, en la casa y hasta las amigas, que le recriminan porque no asiste a las reuniones que ellas programan. Y como no quiere entrar en conflictos, siempre responde igual: “querida, me debo a mi trabajo, será la próxima vez”. Una respuesta que, claro está, suena a disculpa y en vez de aportar una solución agrava el problema.
Y el problema es que la más molesta, la que más sufre, es ella misma. Llevar la contraria es algo que nunca hizo parte de su libreto y, por eso, ahora siente que se traiciona a sí misma. “No sé qué hago, Pablo, quedo mal con todo el mundo, mis amistades me recriminan y en mi familia la tensión está al máximo”, me confiesa. Es hora, entonces, de luchar contra esas creencias limitantes.
Desde siempre, María fue complaciente: jamás decía no, todas las veces se acomodaba a los planes de otros y se preocupaba por satisfacer las expectativas de otros, aunque eso significara sacrificar las suyas. Ese, por supuesto, es un malestar que carga dentro y que se manifiesta con mayor frecuencia desde que asumió más responsabilidades en la clínica, hace unos pocos meses.
En la mente de María está grabada, con letras doradas, la idea que sus acciones requieren la aprobación de los demás, de quienes la rodean. Por eso, cada vez que toma una decisión autónoma se mete en un lío. La invade el miedo de quedarse sola, de que los demás le den la espalda, como ya ocurrió tantas veces en su vida. Eso es algo que, literalmente, le produce pánico.
En su interior, María siente que hace lo correcto. Durante muchos años, luchó por ocupar el cargo que hoy ostenta y que significó también la mayor alegría de su trayectoria laboral. Por eso, la incomoda esa sensación de sentirse agobiada. Sin embargo, no quiere que pasen las fiestas, que comience el período de vacaciones de verano y ella todavía esté enganchada con los de su entorno.
“No tienes porqué ser injusta contigo misma”, fue lo primero que le dije. “Olvídate de esa intención de querer hacer felices a los demás con tus decisiones. A veces se puedes; a veces, no”, agregué. Al escuchar estas palabras, la expresión de su rostro cambió y hasta alcanzó a esbozar una sonrisa tímida. “En lo que debes pensar es en tu felicidad, en la tranquilidad de hacer lo correcto”.
Y lo correcto en este caso estaba más relacionado con sus responsabilidades en la clínica que con sus compromisos sociales. “En la vida, querida María, no podemos vivir de fiesta eterna, pero tampoco debemos ser esclavos del trabajo: hay que encontrar un equilibrio. No puedes echarte toda la responsabilidad encima y tampoco tiene que sentirte mal por cumplir tus deberes”.
A María le cuesta delegar, la saca de quicio no tener el control absoluto de las situaciones. Y esta es una de esas, precisamente: se siente a merced de sus médicos y pacientes, en el trabajo, y de sus hijos, especialmente, en casa. Entonces, se apodera de ella un sentimiento de culpa que no la deja dormir tranquila, que activa una voz interna que la atormenta de día y de noche.
“Necesitas poner límites, María -le dije-, porque de lo contrario vas a llegar a un punto en el que los nervios se van a alterar y quizás lo lamentes más tarde”. Le recomendé que pensara en ella primero, en su tranquilidad, en su salud, y que luego en función de eso adoptara las decisiones que considerara convenientes. “Tú también tienes derecho a disfrutar las fiestas, a pasarla bien”.
Una de las creencias más fuertes con que nos programan la mente es aquella de que si no complacemos a los demás, no tenemos valor, no servimos. Y eso, por supuesto, no es cierto. Esa es, más bien, una burda forma de manipulación emocional en la que no podemos caer. María lo entendió así y cuando terminamos la sesión se comprometió a hacer lo que su corazón le dictara.
Si has estado o estás en estas fechas en una situación similar a la de María, no te desesperes. Piensa en ti, en lo que te gusta, en lo que prefieres disfrutar, y dale prioridad a eso. No te impongas una carga injusta, ni cometas el error de dejar de pasarla bien solo por complacer a los demás. Alguien se disgustará, seguramente, pero ese no es tu problema: la prioridad eres tú.
Si, como en el caso de María, las responsabilidades laborales se cruzan en el camino de las fiestas, no te amargues. Cumple a cabalidad con tus tareas, empodera a tu equipo, delega y gestiona los recursos para que nadie note tu ausencia. Date permiso de ser feliz, más en una época en la que la felicidad brota por los poros. Y no olvides: tu mayor responsabilidad es ser feliz; lo demás vendrá por añadidura.