Nos previenen sobre el fracaso, nos dicen que debemos evitarlo a toda costa y nos inculcan que fracasar es de perdedores. Nos crían para el éxito, nos impulsan para que hagamos todo cuanto esté en nuestras manos para conseguirlo y, si eventualmente lo logramos, nos congratulan. Sin embargo, siempre se les olvida lo más importante: enseñarnos cómo gestionar el éxito.
Los seres humanos, a pesar de que somos ejemplares maravillosos dotados con herramientas y recursos ilimitados, solemos ser muy simples, a veces, arcaicos. ¿Qué quiero decir con esto? Que, por ejemplo, todo lo vemos positivo o negativo, blanco o negro, como si no hubiera una infinidad de tonalidades grises, de matices. Somos extremistas y, lo peor, nos encanta ser así.
¿Por qué? Porque ese extremismo es fuente inagotable de excusas. Sí, es el pararrayos perfecto para cualquier situación, el escenario ideal para ponernos y lucir el traje que más nos gusta: el de víctimas. Si algo anda mal, es por el gobierno, por el precio del dólar o del petróleo, porque hay luna llena, porque el universo conspira en tu contra o porque desde algún otro planeta te odian.
Somos exageradamente creativos para resolver los problemas con este extremismo. Este, además, es un tiquete de entrada a la sala vip de tu zona de confort: basta con que acudas al extremismo para que los demás sientan lástima de ti, te compadezcan y se ofrezcan para brindarte al ayuda que necesitas. Ah, y de forma gratuita, porque pobrecito tú, cómo te van a ahondar las penas.
Ese odioso extremismo surge de una prédica caduca: el que gana es el bueno y el que pierde es el malo. En otras palabras, el éxito es bueno y el fracaso, malo. Esa es la razón por la cual, a medida que crecemos, nos convertimos en acumuladores compulsivos de frustraciones, de tristezas, de envidias, de amarguras. Nos llenan la cabeza con especímenes que nos hacen mucho daño.
Para ellos, para quienes nos inculcan ese fatalismo, esa es la única cara de la verdad. Sin embargo, no es así: ¡todas las monedas tienen dos caras! Y la otra cara de esta realidad es que no nos enseñan lo más importante: que la vida vivida de esa manera, con esa mentalidad, está compuesta más por dificultades, por momentos malos, que por esos instantes de felicidad que nos motivan.
Por eso, somos expertos en verle el lado negativo a la situación más positiva. Desarrollamos la perversa habilidad de transformar en negativo cualquier suceso positivo. Así, entonces, vamos recogiendo fracasos y experiencias negativas como si fueran pequeñas piedras que encontramos en el camino y las echamos en una bolsa que cargamos sobre la espalda. ¡Ay, pobre espalda!
Nos cuentan lo que para ellos es una verdad. Sin embargo, no es toda la verdad. ¿Por qué? Porque, por ejemplo, no nos dicen que el fracaso es algo efímero, un pequeño punto del largo trayecto de nuestra vida. Eso que llaman fracaso no es el camino, ni el final del camino, sino una pequeña escala que se interpone para darnos la oportunidad de aprovechar la lección que incorpora.
Así mismo, nos programan la mente con el cuento del éxito. Y digo cuento porque es otra fábula que utilizan para convencernos de lo que les conviene. ¿A qué me refiero? A que el éxito es la otra cara de la moneda. Nos venden la idea de que el éxito es el final del camino, y no es así: se trata, igual que el fracaso, de una escala efímera, de un punto intermedio en el largo camino de la vida.
Si en realidad el éxito fuera el final del camino, no tendría sentido alcanzarlo.
¿Sabes por qué? Porque, ¿qué sería de nuestra vida el día después de alcanzar el éxito? Estaría vacía, ya no tendríamos motivación para seguir, nuestra misión en este mundo ya estaría cumplida. Por fortuna, esa es otra gran mentira: la verdad es que el éxito, como el fracaso, es algo pasajero.
Cuando tú asumes que alcanzaste el éxito y entiendes que es el final del camino, ¿sabes qué ocurre? Que ese éxito se convierte en tu peor enemigo. ¿Cómo así? Piénsalo bien: cada día, todos los días, vemos a algún familiar, algún amigo o conocido que alcanza el éxito, especialmente el referido al mundo laboral. ¿Y qué sucede después? Que justo ahí comienzan los problemas.
He tenido la oportunidad de conocer a personas que se dicen exitosas, pero que al poco tiempo estaban bajo tierra, cubiertas por el fracaso. Sus negocios se vinieron abajo y quebraron, se pelearon con sus socios, sus relaciones de pareja entraron en crisis y eventualmente se terminaron, al igual que los vínculos con sus hijos o sus amigos. ¡Se les cayó la estantería!
¿Cuál fue el problema? No fue el éxito, por supuesto. Fue, simplemente, que no sabían cómo gestionar ese éxito y todo lo que implica. No entendieron que era algo fugaz y que la vida sigue. Vendrán más fracasos y quizás algunos éxitos más, también. Es como cuando un deportista o un equipo deportivo ganan títulos y marcan historia, alcanzan su techo y dejan huella.
Bien, ¿qué pasa después? Después viene el descenso, la decadencia, porque todo lo que sube, baja. Es el proceso normal de la vida. Por eso, hay que prepararse no solo para afrontar no solo los fracasos, que son recurrentes, sino también el éxito, que es ocasional. Aunque están en polos opuestos, son tan parecidos que pueden confundirse con facilidad; ambos pueden destruirte.
Durante muchos años, mi vida fue un fracaso completo o, dicho de otra forma, una sucesión de fracasos. Gracias al conocimiento que adquirí, gracias a las enseñanzas de mis mentores, gracias al apoyo de mi familia y gracias que puse en práctica aquello que aprendí, un día conocí la otra cara de la moneda, el éxito. Por fortuna, estaba prevenido y he conseguido que no sea una pesadilla.
No permitas que te programen la cabeza con mensajes errados: el fracaso no es malo si eres capaz de extraer el aprendizaje que incorpora y luego lo utilizas en situaciones similares. El éxito no es bueno si significa entrar a la zona de confort y te limita, te detiene en ese proceso de continua evolución que es la vida. Ten cuidado, no sea que con cara pierdas tú y con sello, también.