El alto precio de no poner límites

Esa mañana, María sentía que tenía dos pies izquierdos y que se había levantado con uno de ellos (¿o los dos?). En otras palabras, estaba de malas pulgas, como se dice popularmente. No había podido dormir bien y se sentía cansada tanto mental como físicamente, en especial, lo primero. Y, para rematar, de nuevo, como cada vez lo hacía con mayor frecuencia, discutió con Ema.

No eran agradables los últimos días de María, que sentía que el mundo se le venía encima. Había problemas en el trabajo, por la disconformidad de la mayoría de sus subalternos a raíz de algunas decisiones administrativas que ella implementó. En casa, mientras, la relación con su hija estaba cada vez más tensa y no comprendía ese arranque de rebeldía de la niña, ni qué lo motivaba.

Y estaba cansada, agotada. “Voy nadando contra la corriente, Pablo, y siento que me ahogo”, me dijo al comenzar la sesión. Percibí un dejo extraño en su voz, como si estuviera a punto de romperse por dentro, como si quisiera teletransportarse a un mundo distinto donde reinaran la tranquilidad, la paz y la serenidad. La realidad, sin embargo, era como un volcán en erupción.

Ser la jefe general de internación, el cargo que ejercía desde hacía unos meses, no era la feliz aventura que ella esperaba. Pasaba la mayor parte del tiempo intentando solucionar problemas que otros médicos habían provocado y, lo peor, lo que más la desgastaba, lidiando con familiares de sus pacientes. Que, claro está, no eran un modelo de paciencia y a veces eran maleducados.

“Soy como un pararrayos, Pablo: todas las descargas caen sobre mí. No aguanto más”, me dijo en un tono que, sinceramente, me preocupó. Llegar a ese cargo no solo era la cristalización de un sueño, sino también la culminación de una larga y brillante trayectoria en la clínica. Pero, no solo eso: para María era también una oportunidad para seguir creciendo como persona y profesional.

Lo que no había calculado, lo que nunca imaginó, era que tenía que pagar un precio tan alto. Su vida era un caos y su cuerpo comenzaba a dar muestras de las consecuencias del cansancio. La tensión se había alterado, así como el sueño, y también se había desordenado con las comidas, tanto con lo que consumía como con el horario. Como médica, sabía eso adónde la llevaba.

Y la casa, la familia, ya no era el oasis de paz y tranquilidad que le servía como polo a tierra. En los últimos meses, Ema había “sacado las garras”, como solía decir María. A pesar de su corta edad (9), la niña había descubierto una faceta de rebeldía que generaba continuos roces. El más reciente fue por cuenta de un reporte negativo que llegó del colegio y que crispó los nervios de la mamá.

“Pablo, me mato en mi trabajo para brindarles bienestar a mis hijos, sacrifico mi tiempo con ellos para que no les falta nada y Ema me responde de esa manera. ¡No lo soporto!”, se quejó. Lo que más la molestaba, lo que más le dolía, era que Manuel, su esposo, no la respaldaba. “Es como si Ema no fuera hija suya. Siempre se quita la responsabilidad de encima y me la carga a mí”, dijo.

Era claro que su hija había entrado, de manera precoz, en esa indescifrable etapa de cambios propia del tránsito de la niñez a la adolescencia. Como padre, tengo que confesar que es uno de esos momentos de la vida en los que ningún argumento te vale, ninguna estrategia te funciona, ninguna razonamiento te sirve. La única alternativa es armarse de paciencia y de prudencia.

Y, la verdad, María tenía la dosis mínima de cada una de ellas. Para colmo, es una de esas personas a las que les resulta imposible marcar límites entre lo laboral y lo personal, lo familiar. En otras palabras, cargaba con los problemas personales al trabajo, y viceversa. Entonces, nunca tenía tranquilidad y, más bien, la angustia, la preocupación y la rabia la carcomían por dentro.

“María -le dije-, solo hay una solución: tienes que poner límites. Si no lo haces, tu salud lo va a pagar y quizás cuando quieras cambiar ya sea demasiado tarde”. Cuando escuchó esas palabras, su gesto cambió, sus ojos perdieron el brillo y nerviosamente se frotó las manos. Entendía muy bien de qué le hablaba, pues como médica había tratado a varios pacientes con ese problema.

“Tienes que aprender a decir ¡basta!, porque te estás haciendo daño. Basta a que Manuel te deje toda la responsabilidad de la crianza a ti, basta de que los problemas del trabajo afecten la relación con tu familia, basta de que las discusiones con tus hijos te indispongan para el trabajo. No solo está en juego tu salud, sino también tu trabajo, tu tranquilidad y tu bienestar”, le dije.

En nuestra cultura latina, y muy especialmente en el caso de las mujeres, no nos enseñan a poner límites. La voz autoritaria del padre es el comienzo y el fin de la discusión y la única alternativa posible es asentir y obedecer. Y ejecutar las órdenes con resignación, claro. Por eso, a María le costaba tanto trabajo despojarse de ese yugo y mostrar un poco de la rebeldía que tenía Ema.

“Cuando no pones límites, bien sea a las situaciones o a las personas, les das permiso para que te pisoteen, para que pasen por encima de ti, para que no te respeten. Eso es, precisamente, lo que sucede con Ema. Y lo mismo en el trabajo con los médicos, que deben entender que, les guste o no, hoy eres la jefe, eres la que toma las decisiones”. Al escucharme decir esto, su rostro cambió otra vez.

Se iluminó de nuevo, esbozó una sonrisa y levantó la frente, dispuesta a acabar con esa situación que la consumía lentamente. Las relaciones, tanto las personales como las laborales, se enmarcan en los parámetros de la dominancia y la sumisión, blanco o negro, sin matices, sin grises. Y ese es un esquema perverso, por supuesto, que hace mucho daño a quien no es capaz de poner límites.

“No se trata de acudir a la violencia o al autoritarismo. Tú eres una persona inteligente, preparada y reúnes el conocimiento y la experiencia necesarias para solucionar este problema. Tienes que ser firme en tus decisiones, pero sin perder la dulzura de tu corazón, tu nobleza”, la aconsejé. En ese momento, la emoción la desbordó y arrancó a llorar, como si fuera una chiquilla muy asustada.

Esas lágrimas fueron el punto final de su actitud sumisa. “Tienes razón, Pablo: he sido muy tonta y, lo peor, con esta actitud pasiva les he causado daño a los que más quiero, a lo que más amo que son mi familia y mi trabajo. ¡Ya no más, lo voy a resolver!, decidió. Había pagado un alto precio, pero también había aprendido la lección y, lo mejor, sabía cuál era la solución adecuada.

A veces, muchas veces, por miedo, por nuestras creencias limitantes, por la presión social o por la idea de no chocar con otros permitimos que se traspasen los límites, que nos causen daño. Esa fue una puerta que María había mantenido abierta durante muchos años, hasta que llegó el momento de decir ¡no más! Tomó el control de la situación y recuperó la tranquilidad, la paz y el sueño.

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