Solo hay tres realidades permanentes en la vida del ser humano: la dinámica del cambio, la incertidumbre (miedo) por el cambio y la resistencia al cambio. Si aceptáramos esas realidades de buena gana, si entendiéramos que son ajenas a nuestro control, si nos enfocáramos más bien en sacar provecho de ellas para construir la vida que deseamos, lograríamos ser felices.
Cada vez que comienza un nuevo año, en silencio, le rogamos a la vida que nos dé aquello que tanto deseamos: paz, tranquilidad, felicidad, abundancia, riqueza, salud, prosperidad, en fin. Sin embargo, 12 meses más tarde estamos agobiados, desilusionados, apesadumbrados, porque lo que obtuvimos fue distinto, fue mucho menos de lo esperado. Y así es cada año, cada 12 meses.
Durante mucho tiempo, tropecé con la misma piedra. Producto de las creencias limitantes que me enseñaron en la niñez, que reforzaron en la juventud y que yo me di a la tarea de alimentar ya de adulto, tropecé con la misma piedra que lo hace la mayoría de las personas. ¿Sabes cuál? La de pretender que la vida sea algo lineal, que los buenos momentos sean permanentes.
Mi mente había sido programada con mensajes según los cuales lo único que debía hacer era seguir al pie de la letra el libreto que otros habían escrito para mí. Y eso hice, justamente. Con disciplina, con sumisión. ¿Y qué logré? Los mismos resultados que habían obtenido mis padres, mis antepasados, mis familiares: fracasar una y otra vez, llevar una vida vacía, sin un propósito claro.
Por muchos años, los mejores años de mi juventud, me concentré en hacer lo mismo pensando que los resultados iban a ser distintos. ¡Qué ingenuo! Hasta que la vida, en su inmensa sabiduría, me enseñó que solo hay tres realidades permanentes: la dinámica del cambio, la incertidumbre (miedo) por el cambio y la resistencia al cambio. A partir de ese momento, mi vida cambió.
Y no es un juego de palabras, sino una realidad. Gracias al conocimiento que adquirí, gracias a que reprogramé mi mente, gracias a las enseñanzas y al ejemplo de mis mentores, gracias a lo que pude compartir con otras personas que estaban en la misma búsqueda, descubrí la otra cara de la moneda. ¿A qué me refiero? A que dejé de temerle al cambio, dejé de luchar contra él.
Cuando llega diciembre, cuando llegan la Navidad y el Año Nuevo, la mayoría de los seres humanos le suplicamos a la vida que le dé lo que deseamos con ahínco. Sin embargo, suele ser más de lo mismo y, por eso, al cabo de 12 meses, un año más tarde, estamos decepcionados, estamos desconsolados, estamos desorientados: caminamos en círculo y regresamos al punto de partida.
Estamos convencidos de que el estado natural del ser humano es estático, es alcanzar un estado de comodidad, y nos obsesionamos por llegar a él. Y esa es una equivocación. Porque después de cada meta alcanzada, después de cada sueño cumplido, después de cada cima ascendida, hay otras metas, hay otros sueños, hay otras cimas que son apasionantes y enriquecedoras.
Sin embargo, nos las perdemos, las desaprovechamos. ¿Por qué? Porque nos conformamos con lo que nos resulta cómodo, porque creemos que ya logramos lo que queríamos, porque se nos olvida que la vida, en esencia, es dinámica pura, es cambio permanente. El hoy siempre es distinto al ayer y el mañana siempre será distinto al hoy. Eso es lo que hace de la vida algo apasionante.
Cuando entendí esto, cuando acepté que estaba equivocado, cuando me cansé de que cada diciembre fuera la misma historia, descubrí lo apasionante que es el cambio, lo apasionante que es la vida. Al comienzo, no te lo puedo negar, tuve miedo, mucho miedo. Cuando me quité la venda de los ojos y logré ver cuántas maravillas tenía reservada la vida para mí, me dio mucho miedo.
Es como cuando, por primera vez, te vas a tirar a una pileta. Lo piensas una y mil veces, palpas la temperatura del agua, metes un pie, pero no te decides. Y así estás hasta que te armas de valor y, por fin, subes al trampolín y te dejas caer. Es una sensación tan extraordinaria, tan agradable, que cuando sales del agua solo te reprochas: “¿Por qué me demoré tanto en tirarme si es fantástico?”.
Cuando me quité la venda de los ojos y logré ver cuántas maravillas tenía reservada la vida para mí, tomé la decisión de jamás volver atrás. Mejor aún, tomé la decisión de ir paso a paso, día a día, sin preocuparme por el ¿qué pasará? Entendí y acepté que el regalo más preciado que me hace la vida es el presente y me enfoqué en disfrutarlo al máximo, en apreciar lo que me regala.
Entendí y acepté que la vida es como una de esas ruedas que hay en los parques de diversiones: en un momento estás arriba y segundos después, abajo. Y no dejas de moverte, porque la vida es dinámica. Entendí y acepté que el único destino que existe es el que soy capaz de construir y de gestionar, el que surge de mis acciones y de mis decisiones, de mi aprendizaje y de mis errores.
No tengo palabras para describirte el tamaño de la carga que me quité de encima. Me di cuenta de que el sufrimiento que padecía y la ansiedad que me consumía eran fruto de mi ignorancia, de mi mentalidad de escasez, de mi larga permanencia en la zona de confort. Y decidí cortar con todo eso, decidí darle un giro radical a mi vida, decidí obtener lo maravilloso que la vida me ofrece.
Hoy, entonces, disfruto al máximo a mi familia, el privilegio de ver crecer a mis hijos, de acompañarlos en los momentos que son importantes en su vida. Disfruto el aprendizaje que adquiero cada día, las enseñanzas que me dejan otros emprendedores, la sabiduría que me transmiten mis mentores. Disfruto ayudar a otras personas en su proceso de transformación.
No tengo la vida perfecta, porque entendí y acepté que esa no existe. Tengo la vida que quiero, la que he sido capaz de construir, una que me pertenece y que, en especial, responde a mis deseos, a mis sueños, a lo que quiero para mi familia, mis amigos y las personas que me dan el privilegio de ayudarlas. Tengo una vida que se rige por mis reglas, una vida de abundancia, paz y tranquilidad.
¿Cómo lo conseguí? Dejé de luchar contra la dinámica del cambio, dejé de resistirme al cambio y dejé de preocuparme por la incertidumbre, por lo que pueda ocurrir. Y me enfoqué en hacer que suceda lo que quiero en mi vida, en tomar las decisiones adecuadas, en llevar a cabo las acciones requeridas, en compartir lo que soy y lo que tengo con otros, en darle bienestar a mi familia.
Lo mejor, ¿sabes qué es lo mejor? Que, en virtud de la dinámica del cambio, cada día es único, es distinto, es una aventura irrepetible. Cada día, cuando despierto, miro alrededor y solo veo las grandes bendiciones que la vida me brinda y entiendo que lo que obtenga depende de mí, solo de mí. Entonces, no importa si es Navidad o Año Nuevo, Semana Santa o verano, vivo cada día al máximo.