Estudios realizados en varios países del mundo, tanto en Europa como en América, dan cuenta de que la ira es considerada ya no una emoción, sino una enfermedad letal. Por cuenta de este impulso, para muchos es incontrolable, ocurren tragedias: esposos que matan a su pareja en medio de una discusión, amigos que se atacan entre sí o simples desconocidos que se dejan llevar por la ira.
Cada día, por doquier, las secciones judiciales de los medios de comunicación están infestadas de casos de personas comunes y corrientes, buenas personas, que no pudieron controlar la ira y cometieron algún hecho lamentable, quizás alguno del que no les alcanzará la vida para arrepentirse. “No era yo en ese momento: no sé qué me pasó, porque soy una buena persona”.
Esa es una frase que escuchamos repetidamente, ante las cámaras de los medios o en las audiencias judiciales. Sin embargo, ya no hay remedio: esas personas pagan las consecuencias de sus actos en los que pudieron perderse vidas, o se destruyeron familias o relaciones de años. Lo peor es que los ataques de ira son cada vez más frecuentes y por motivos cada vez más simples.
Sí tu vas desprevenido por la calle y, distraído mientras consultas el celular, tropiezas con alguien, “Perdón, no lo vi”, le dices con decencia, pero la respuesta no es la que tú esperas: iracundo, el tipo la emprende a golpes contra ti y tienes suerte si no está armado. Lo mismo sucede cuando vas en el auto y sin intención le cierras el paso a otro coche: las represalias no se hacen esperar.
Las explosiones de ira son una creencia limitante, una mala programación mental que aprendimos en nuestro entorno y que nos reforzaron a través de la televisión y el cine. Los latinos somos muy dados a seguir los culebrones porque nos vemos reflejados ahí tal cual somos, en especial a través de nuestras miserias. Nos envían el mensaje de que en un ataque de ira podemos hacer justicia por nuestras propias manos.
Entonces, cuando nos enfrentamos a una situación en la que somos incapaces de controlar la ira, recurrimos a esas justificaciones aprendidas: “No sé qué paso”, “Estaba fuera de mí”, “Ella me provocó y no me pude controlar”, y muchas otras más. Manifestaciones que se dan cuando tu hijo no te hace caso, o comete una travesura, o cuando tu mascota ensucia la cocina que acabas de lavar.
La ira, en sus más tenebrosas manifestaciones, se nos volvió un hábito. Aprendimos a convivir con ella, a justificarla, a creer que está bien. Y no, NO está bien. Y no, no es una emoción incontrolable. Y no, no tiene porqué ser una conducta aceptable y tolerable. ¿Y sabes qué es lo peor? Que la ira, como emoción, no es negativa en esencia: es un mecanismo de defensa en situaciones específicas.
Creemos que la ira es un recurso de los poderosos, de quienes están arriba de nosotros en la escala de autoridad, y eso no es cierto. La ira, por si no lo sabías, es una de las tantas manifestaciones del MIEDO. Por eso, afirmo que no es negativa en esencia: actúa como un toque de alerta, como un llamado de atención a los sentidos cuando la mente subconsciente siente que hay riesgo o peligro inminente.
Sin embargo, no en todas las situaciones de riesgo o peligro inminente reaccionamos atacando a una persona, o le provocamos la muerte. ¿Sabes eso qué significa? Que esas consecuencias terribles no son responsabilidad de la ira, sino una responsabilidad de cada uno. En otras palabras, esos ataques de ira, supuestamente incontrolables, son una decisión, una elección.
Lo que debemos aprender, entonces, es a lidiar con esa ira, de la misma forma que lo hacemos, por ejemplo, con otros impulsos que a veces nos superan como fumar, beber o comer en exceso. Hay tres caminos que puedes elegir: tragarte la ira (contenerla), desahogarla o regularla. Está claro que las dos primeras opciones son las más comunes y la tercera, la elección de unos pocos.
Cuando contienes la ira, esta se va acumulando en tu interior, como la lava en el corazón de un volcán, hasta que ya no cabe más y explota. No es que sea incontrolable, porque tú sabes que tienes un límite: se trata de impedir que te rebase. Si explotas cada vez que te da ira, te vas a convertir en alguien indeseable, insoportable, porque no hay nada más tóxico que alguien irascible.
Necesitamos entender que el arte de la felicidad y del éxito en la viva depende de nuestra capacidad para convivir con los demás, de sortear las situaciones adversas sin que se conviertan en un obstáculo insalvable, de extractar lo positivo de esos momentos para descubrir cómo gestionar la ira. De hecho, se trata de una cuestión de salud, de acuerdo con algunos estudios.
Sí, la ira sin control no solo es dañina por las consecuencias de los actos a los que nos impulsa, sino también porque está asociada a males cardíacos: son muchas las personas han sufrido un infarto durante un ataque de ira. Por el contrario, si decides acumular la ira, puedes enfrentarte a un cuadro de depresión severa que se traduzca en la aparición de otros males en tu cuerpo.
La ira, en resumen, no es buena, ni mala: todo depende del uso que tú le das, de cómo la empleas. Recuerda algo que mencioné antes: la ira es una manifestación del miedo, pero la puedes utilizar para bloquear el miedo en una situación extrema. Debes identificar cuáles son esos momentos en los que se desata la ira y tratar de evitarlos, de repelerlos. Para pelear siempre se necesitan dos.
Así, entonces, cuando veas que estás cerca de una situación como esta, respira profundo y piensa antes de reaccionar. Guarda silencio y aléjate, mientras consigues liberar esa carga de energía que bulle en tus venas. También hay que aprender a ser más tolerantes con las actitudes y opiniones de otros, especialmente cuando son contrarias a las nuestras: no se trata de tener la razón.
La ira es una emoción natural que, lamentablemente, se ha transformado en una enfermedad con trágicas consecuencias para la sociedad. Es el origen de muchas formas de infelicidad y dolor para el ser humano y fuente inagotable de problemas de diversa índole. Dado que no la podemos erradicar al 100%, nuestra tarea consiste en aprender a gestionarla racionalmente para evitar sus nefastas consecuencias.
Aprender a gestionar la ira, y todo lo que ello supone, no es algo que vayamos a aprender rápidamente. El proceso de reprogramación mental requiere al menos de 12 principios básicos, tal como lo enseño en el Método Alfa.
Te repito, la ira es sinónimo de miedo, de impotencia, de querer controlar todo y a todos. La única forma de controlar la ira, es aprendiendo a controlar tu mente y los impulsos que tienes.
Me tomo años lograr reprogramar mi mente y así logre alcanzar la abundancia y plenitud. ¿Y tú? ¿Qué estas esperando?